Por José Antonio Artusi
En la columna
publicada en esta hoja el 17 de septiembre de 2023 propuse una lectura
alternativa de la historia argentina del siglo XIX, dejando atrás la dicotomía
tradicional entre unitarios y federales, negando su carácter de “contradicción
fundamental”, y proponiendo enfocarnos en un conflicto más profundo y estructural: el
que enfrentó a los impulsores del progreso civilizatorio —imperio de la ley
bajo el Estado de derecho, libertad, instituciones republicanas, educación, laicismo, economía capitalista integrada al
mundo, igualdad de oportunidades— con quienes, por acción u omisión, por
intereses o por ideología, sostuvieron rémoras retrógradas y reaccionarias heredadas
del régimen colonial. A la luz de esta clave interpretativa, Rivadavia y
Urquiza aparecen menos como adversarios y más como abanderados de una misma
causa, en momentos históricos distintos.
En esta segunda
parte avanzamos con más argumentos que refuerzan esa tesis, integrando diversas
valoraciones sobre la figura de Bernardino Rivadavia, y examinando cómo su
legado intelectual y político encuentra puntos de contacto con la obra de Justo
José de Urquiza.
Uno de los aspectos
más innovadores del pensamiento rivadaviano fue su enfoque sobre la tierra. Su
intento de implantar la enfiteusis buscaba intervenir sobre un problema
estructural: el atraso y concentración del espacio rural heredado del orden
colonial.
José Luis Romero
señala en “Breve Historia de la Argentina” que “grandes extensiones de
tierras pertenecientes al Estado solían entregarse a particulares influyentes.
Rivadavia elaboró un plan para otorgarlas, según el sistema de la enfiteusis, a
pequeños colonos que quisieran radicarse en ellas y explotarlas mediante el
pago de una reducida tasa de acuerdo con su valor. Así debían incorporarse a la
explotación agrícola – en manos de pequeños productores – las zonas de la
provincia que se extendían hasta el río Salado, no sin resistencia de los
grandes estancieros del sur, acostumbrados a no reconocer límites a sus
establecimientos”. Romero enfatiza el contraste con el accionar de Rosas: “En
oposición al principio rivadaviano de no enajenar la tierra pública para
permitir una progresista política colonizadora, Rosas optó por entregarla en
grandes extensiones a sus allegados. Así se formó el más fuerte de los sectores
que lo apoyaron, el de los estancieros”. Más adelante, muestra a su vez,
sin decirlo explícitamente, coincidencias entre Urquiza y Rivadavia: “El
gobernador Urquiza estimuló en Entre Ríos el mejoramiento del ganado, introdujo
merinos y alambró campos… Y esa actitud renovadora se manifestó también en
otros aspectos como en el de la educación, en el que Urquiza trabajó
intensamente difundiendo la enseñanza primaria y fundando colegios de estudios
secundarios en Paraná y en Concepción del Uruguay. Este último habría de
adquirir muy pronto sólido prestigio en todo el país”. José Luis Romero
destacó que Rivadavia introdujo en Argentina “los modos de pensar de la ciudad
moderna”, anticipando una racionalidad que el país tardaría décadas en
consolidar.
Urquiza, desde un
enfoque más pragmático, retomó muchos de los principios rivadavianos al
promover la colonización agrícola, esencialmente en Entre Ríos. Sus colonias
eran la versión concreta de lo que Rivadavia había vislumbrado: pequeñas y
medianas explotaciones, ocupación efectiva, inmigrantes laboriosos, producción
para el mercado interno y externo, y un poblamiento dirigido para consolidar la
nación.
Ambos compartieron
una visión moderna donde la tierra era un instrumento de progreso y ciudadanía;
donde la educación se plantea como el pilar civilizatorio más estable y la
herramienta transformadora por excelencia.
Rivadavia hereda el
pensamiento de los fisiócratas franceses y su preocupación por la renta del
suelo lo vincula conceptualmente con la doctrina que más tarde perfeccionará Henry
George. La enfiteusis rivadaviana puede ser así interpretada como un sucesor
del “impot unique” de los fisiócratas y un antecedente del "single
tax" (impuesto único) georgista.
Arturo Capdevila llegó
a sostener que “Henry George y Bernardino Rivadavia quieren una sola y misma
cosa: la libertad de la tierra y con ella la grandeza efectiva de las
democracias, el último día del feudalismo, el reinado de la justicia social, el
pleno triunfo de la libre voluntad de cada hombre. Del Norte al Sur se pueden
alegrar las banderas fraternas con este signo de concordia y de paz. La
enfiteusis rivadaviana – la que Rivadavia ideó – y el principio georgista de la
paulatina absorción de la renta, constituyen el mismo reiterado evangelio.
Acaso Rivadavia, segundo Colón, no supo cuan dilatado era el mundo que
descubría. George en cambio lo supo muy bien. No hay otra diferencia entre los
dos.” (“El testimonio de Rivadavia y de Henry George”, Repertorio
Americano, Costa Rica, 1927).
Urquiza, como
Rivadavia, entendió la importancia de la educación pública. El Colegio del
Uruguay, el primero laico de la Argentina, y las escuelas normales de Paraná y
Concepción del Uruguay, producto del entendimiento entre Urquiza y Sarmiento,
se complementaron luego con las escuelas de las colonias y las ciudades,
constituyendo un laboratorio social donde se formaba una ciudadanía
alfabetizada y laboriosa.
Con sentido
estratégico, Urquiza se apoyó en la acción concreta en lo político y económico:
unión y organización nacional, apertura de los ríos, tratados comerciales,
fomento de la inmigración, apoyo a la industria y al comercio. Su federalismo
no buscaba cerrar la economía sino integrarla, y su visión del desarrollo era
tan pluralista como competitiva.
Ambos coincidieron
en que la Argentina debía producir, comerciar y atraer gente, y que para ello
eran indispensables instituciones estables y un horizonte de paz.
En tiempos
recientes, el economista Eduardo Conesa ha ofrecido un reconocimiento profundo
de la modernidad económica de Rivadavia. Sus aportes y los de otros autores
ayudan a visualizar que Rivadavia comprendió el daño estructural del latifundio
improductivo; intentó crear un sistema fiscal moderno, asociado a la tierra y
la producción; defendió la competencia y el libre comercio; concibió un Estado
capaz de facilitar —no sustituir— la iniciativa privada; promovió la
inmigración como capital humano esencial para el desarrollo.
La Constitución de
1826, aunque frustrada, incorporaba lineamientos que luego reaparecerían en
1853: garantías individuales, organización nacional, división de poderes,
Estado laico, centralidad del Congreso.
Urquiza hizo lo que
Rivadavia no pudo hacer: convocar, sancionar y someter a funcionamiento una
Constitución nacional. El federalismo de 1853 tomó elementos del modelo unitario
de 1826, y los adaptó a la realidad del país. En este sentido, Urquiza aparece
como el realizador histórico de la arquitectura institucional que Rivadavia
había imaginado.
Todo ello permite
entender mejor cómo Urquiza —en otro tiempo, con otros instrumentos,— retoma y
actualiza muchas de las intuiciones rivadavianas. No fueron lo mismo, pero
tampoco estuvieron en las antípodas: protagonizaron momentos sucesivos de la
misma revolución civilizadora.
La lectura clásica,
que enfrenta a Rivadavia y Urquiza como exponentes de bandos irreconciliables,
oscurece una verdad más profunda: ambos trabajaron para organizar la nación,
introducir la modernidad y consolidar un orden basado en la Constitución, la
libertad, la igualdad, la educación, la inmigración, la producción y la
apertura económica.
Rivadavia y Urquiza
no deben ser leídos como adversarios sino como aliados a través del tiempo: uno
trazó algunos planos; el otro comenzó a construir los cimientos de la
organización nacional.
En ellos descansa
buena parte de la larga construcción de la Argentina moderna.
Publicado en el
diario La Calle el 7 de diciembre de 2025.









