martes, 28 de octubre de 2025

A 69 AÑOS DEL “OTOÑO HÚNGARO”


Por José Antonio Artusi

A alguien que recorra hoy las calles de Budapest, la bella capital de Hungría, probablemente le resulte difícil imaginarlas tal como eran hace 69 años, cuando se constituyeron en el escenario de algunos de los enfrentamientos que se dieron en el marco de una rebelión que sería conocida como el "Otoño Húngaro”, un movimiento que canalizó el anhelo de libertad de un pueblo oprimido que se enfrentó al yugo del imperialismo soviético.

Ocurrida en diversas ciudades de Hungría durante los meses de octubre y noviembre de 1956, esta revuelta sacudió las bases del bloque comunista y expuso las contradicciones y miserias del estalinismo soviético, apenas tres años después de la muerte de Stalin. En un mundo aún marcado por las secuelas de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, los eventos de Hungría se convirtieron en un símbolo de resistencia contra la dominación extranjera y el autoritarismo ideológico.

Lo que comenzó como una protesta estudiantil pacífica contra el régimen comunista impuesto por la Unión Soviética, rápidamente se transformó en una revolución nacional que demandaba libertad, democracia y la retirada de las tropas rusas. Este episodio no solo marcó un hito en la Guerra Fría, sino que ofrece lecciones cruciales para el mundo actual, donde la democracia liberal en Europa enfrenta amenazas internas de tendencias autoritarias y populistas, así como externas provenientes tanto de la ambición hegemónica del persistente imperialismo ruso como de movimientos fundamentalistas teocráticos anclados en la yihad islámica que no comparten los valores universalistas de la modernidad occidental.   

Para comprender el contexto, es necesario retroceder a la posguerra. En Hungría, poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial, y bajo el manto de la "liberación", el Ejército Rojo impuso un régimen comunista liderado por Mátyás Rákosi, un estalinista ortodoxo que replicó el modelo soviético: colectivización forzada de la agricultura, industrialización acelerada a costa de la población, represión política mediante la policía secreta (ÁVH) y un culto a la personalidad que sofocaba cualquier disidencia. La economía húngara, ya debilitada, se hundió en la ineficiencia y la escasez, mientras miles eran enviados a campos de trabajo o ejecutados en purgas. La muerte de Stalin en 1953 y el subsiguiente "deshielo" promovido por Nikita Jruschov en la Unión Soviética abrieron una ventana de esperanza. En su discurso ante el XX Congreso del Partido Comunista soviético en febrero de 1956, Jruschov denunció los crímenes de Stalin, lo que desencadenó olas de descontento en los países satélites, como Polonia y Hungría.

En Budapest, el fermento intelectual y estudiantil fue el catalizador de la revuelta. El 23 de octubre de 1956, miles de estudiantes universitarios de Budapest se congregaron en una manifestación pacífica, inspirados por las protestas polacas en Poznan pocos meses antes. Exigían reformas: libertad de prensa, elecciones multipartidistas, retirada de las tropas soviéticas y el fin de la represión. Lo que comenzó como una marcha ordenada escaló rápidamente cuando la multitud derribó la estatua de Stalin en la Plaza de los Héroes, un acto simbólico de rechazo al dominio extranjero. Al anochecer, los manifestantes se dirigieron a la sede de la Radio Húngara para difundir sus demandas, pero fueron recibidos con fuego por la ÁVH. Este incidente encendió la chispa: la rebelión se extendió por la ciudad, con trabajadores uniéndose a los estudiantes, armados con botellas molotov y armas improvisadas. Para la medianoche, Budapest era un hervidero de barricadas y combates callejeros.

El gobierno comunista, encabezado por Ernő Gerő, un fiel a Rákosi, solicitó la intervención soviética inmediata. Tanques rusos entraron en la capital el 24 de octubre, pero en lugar de sofocar la rebelión, la avivaron. Los húngaros, con una tenacidad que recordaba sus tradiciones independentistas –desde las revueltas contra los Habsburgo hasta la resistencia antifascista–, respondieron con acciones de guerrilla urbana. En provincias como Győr y Debrecen, consejos obreros tomaron el control local, evocando los sóviets de la Revolución Rusa de 1917, pero con un giro anticomunista: demandaban apertura democrática y libertad, no dictadura del proletariado.

En este caos, emergió la figura de Imre Nagy, un comunista reformista que había sido marginado por Rákosi. Nombrado primer ministro el 24 de octubre, Nagy intentó navegar entre la lealtad a Moscú y las demandas populares. Inicialmente, prometió reformas y un alto el fuego, pero la presión de las calles lo empujó más allá: el 28 de octubre, anunció la retirada soviética de Budapest, la disolución de la ÁVH y la formación de un gobierno multipartidista. Partidos históricos como el de los Pequeños Propietarios y el Socialdemócrata resurgieron, y el cardenal József Mindszenty, liberado de prisión, simbolizó la restauración de la libertad religiosa. Por unos días, Hungría vivió una efímera primavera con aires de libertad en pleno otoño: periódicos independientes circulaban, sindicatos libres se organizaban y la bandera nacional, con el escudo comunista recortado, flameaba en las calles.

Sin embargo, esta ilusión de liberación fue breve. Jruschov, temiendo un efecto dominó detrás de la “cortina de hierro” en el bloque comunista, decidió aplastar el intento reformista. El 1 de noviembre, Nagy declaró la neutralidad de Hungría y su salida del Pacto de Varsovia, un paso que Moscú interpretó como una traición inaceptable. Tres días después, el 4 de noviembre, varias divisiones soviéticas invadieron el país. Budapest fue bombardeada sin piedad; el Parlamento y barrios enteros quedaron en ruinas. Los insurgentes resistieron heroicamente durante una semana, pero la superioridad militar rusa fue abrumadora. Nagy buscó refugio en la embajada yugoslava, pero fue traicionado y entregado a los soviéticos. János Kádár, un comunista prosoviético, fue instalado como nuevo líder, inaugurando una era de represión que duró hasta 1989.

Las cifras dan una idea de la magnitud de la tragedia: al menos 2.500 húngaros murieron, 20.000 fueron heridos y 200.000 huyeron al Oeste, convirtiéndose en refugiados que Occidente acogió como héroes de la libertad. Del lado soviético, cayeron unos 700 soldados. Nagy y otros líderes fueron juzgados en secreto y ejecutados en 1958, sus cuerpos enterrados en fosas comunes. La ONU condenó la intervención, pero la inacción occidental dejó un amargo sabor de abandono.

Desde una perspectiva histórica, el Otoño Húngaro no fue solo una revuelta anticomunista, sino un llamado a avanzar hacia el logro de un gobierno humanizado, que hiciera realidad los reclamos de libertad, igualdad, y efectiva participación ciudadana. Sin embargo, el aplastamiento soviético reforzó la Guerra Fría, demostrando que Moscú no toleraría desviaciones. El Otoño Húngaro fue un precursor de la Primavera de Praga en 1968, y de las huelgas del sindicato Solidaridad en Polonia en los ´80, culminando con la caída del Muro de Berlín en 1989.

En un mundo donde resurgen autoritarismos disfrazados de progresismo o nacionalismo, la revuelta de 1956 nos insta a recordar la necesidad de defender el pluralismo, la libertad de expresión, la universalidad de los derechos humanos y la soberanía popular. Hoy, Hungría, Europa, Occidente y el mundo entero enfrentan nuevos desafíos, pero el espíritu democrático de aquel otoño de 1956 sigue siendo motivo de inspiración. El “Otoño húngaro” nos recuerda la siempre presente necesidad de cuidar y fortalecer la democracia republicana todos los días.


Publicado en el diario La Calle el 26 de octubre de 2025.

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lunes, 20 de octubre de 2025

VINCENT DE GOURNAY: “DEJEN HACER, DEJEN PASAR…”

Por José Antonio Artusi

Jacques Claude Marie Vincent de Gournay nació en Saint Malo, Francia, el 28 de mayo de 1712 y murió en Cádiz, España, el 27 de junio de 1758.

Se dedicó con éxito a actividades comerciales en Cádiz y luego el rey de Francia Luis XV lo designó superintendente mercantil, cargo que ejerció entre 1751 y 1758. Considerado uno de los precursores del liberalismo económico, combatió el mercantilismo e influyó en los economistas fisiócratas, especialmente Jacques Turgot, que escribió “Elogio de Gournay” valorando sus aportes.

Se lo recuerda a Gournay como el autor o el divulgador de la célebre consigna “laissez faire, laissez passer”, o sea, “dejen hacer, dejen pasar”; una síntesis que resultaría fundamental en la historia del pensamiento económico. En sólo cuatro palabras se resumió la idea que propugnaba eliminar las restricciones feudales y corporativas al trabajo y a la inversión, y favorecer el libre intercambio entre las naciones. Se le ha atribuido también la invención del término “burocracia”.     

En el turbulento siglo XVIII francés, marcado por el mercantilismo y las rígidas regulaciones estatales, Gournay no solo desafió el statu quo económico de su época, sino que influyó en movimientos que trascendieron fronteras y siglos. Gournay abogó por un sistema donde el comercio fluyera libremente, sin las cadenas de impuestos arbitrarios ni monopolios reales. Sus ideas influyeron en los fisiócratas franceses, los liberales británicos y, más tarde, en el economista estadounidense Henry George.

Gournay provenía de una familia de comerciantes. A los 17 años, se mudó a Cádiz, España, donde pasó 15 años inmerso en el mundo del comercio internacional. Esta experiencia práctica le permitió observar de primera mano los perjuicios de las barreras arancelarias y las regulaciones mercantilistas que favorecían a unos pocos en detrimento del bienestar general. De regreso en Francia en 1744, ingresó al servicio público de la mano del ministro Jacques Necker, y promovió reformas liberales. Viajó por las provincias francesas inspeccionando industrias y abogando por la eliminación de restricciones al comercio interior y exterior. Su muerte prematura en 1759, a los 47 años, no impidió que sus ideas se propagaran, gracias a seguidores como Turgot y Quesnay.

Uno de los aportes más significativos de Gournay al liberalismo económico fue su ferviente defensa del libre comercio. En una era dominada por el mercantilismo –que priorizaba la acumulación de metales preciosos–, Gournay argumentaba que el Estado debía abstenerse de interferir en las transacciones económicas. Criticaba las guildas y monopolios que sofocaban la innovación y la creatividad, afectando la productividad y perjudicando en última instancia a la sociedad en su conjunto.   

Esta visión no solo promovía el intercambio internacional sin aranceles punitivos, sino que enfatizaba cómo el libre flujo de bienes beneficiaría a productores y consumidores por igual, fomentando el crecimiento económico sin necesidad de subsidios estatales.

Una idea complementaria desarrollada más plenamente por sus sucesores fue la de una tributación justa y eficiente. Los fisiócratas veían la tierra como la fuente última de riqueza, particularmente en una sociedad agraria como la francesa. Argumentaban que impuestos sobre el trabajo o el capital desincentivaban la producción y la innovación. En cambio, proponían un "impôt unique" o sea impuesto único sobre la renta neta de la tierra –el excedente generado por la fertilidad y ubicación del suelo, no por mejoras humanas–. Esta renta, según ellos, era un valor creado por la sociedad en su conjunto, no por el esfuerzo individual del propietario. Al gravar solo este aspecto, se liberaría el trabajo y el capital de cargas fiscales, permitiendo un mayor dinamismo económico. Aunque Gournay no formalizó esta teoría en un tratado exhaustivo, sus discusiones con Quesnay y Turgot pudieron haber servido para sentar las bases para que los fisiócratas la adoptaran como idea central.

Esta aproximación no solo buscaba eficiencia fiscal, sino equidad: los terratenientes ociosos pagarían más, mientras que los trabajadores y emprendedores prosperarían sin penalizaciones.

La influencia de Gournay en los fisiócratas franceses fue profunda y directa. Sin embargo, Turgot y Gournay no suscribieron todas las excentricidades fisiócratas, como la exclusividad agrícola, prefiriendo un enfoque más amplio que valorara también el comercio y la industria.

Más allá de Francia, las ideas de Gournay cruzaron el Canal de la Mancha, influyendo en los liberales británicos. Aunque no interactuó directamente con Adam Smith, su defensa del libre comercio puede advertirse en "La Riqueza de las Naciones" (1776).

Finalmente, el legado de Gournay se proyectó al siglo XIX a través de Henry George, el economista estadounidense cuya filosofía revivió el impuesto único sobre el valor de la tierra libre de mejoras, dejando sin gravar todo tipo de construcciones y mejoras. George, en su obra "Progreso y miseria” (1879), argumentaba que la pobreza persistía pese al progreso porque los propietarios acaparaban la renta territorial no ganada por su propio esfuerzo. Influenciado por los fisiócratas, a quienes dedicó tributos explícitos, George adaptó el "impôt unique" al contexto industrial y urbano, proponiendo un impuesto sobre el valor del suelo libre de mejoras para financiar el gasto público y poder de esa manera eliminar otros gravámenes, idealmente todo otro tributo. Esto liberaría el trabajo y el capital, alineándose con el laissez-faire de Gournay. Aunque George llegó a conclusiones similares independientemente, admitió la afinidad con los fisiócratas en temas de libertad económica y equidad fiscal. No en vano le dedicó su libro “Proteccionismo o libre comercio” “a la memoria de aquellos ilustres franceses – Quesnay, Turgot, Mirabeau, Condorcet, Dupont y sus compañeros, que en la noche del despotismo previeron las glorias del día venidero”. Entre esos compañeros estaba obviamente Gournay, aunque era menos conocido ya que publicó muy poco. En la mencionada obra Henry George caracteriza a los fisiócratas como una “escuela de hombres eminentes encabezados por Quesnay, quienes fueron los predecesores de Adam Smith y, en muchos aspectos, sus maestros. Estos economistas franceses eran lo que ni Smith ni ningún economista o estadista británico posterior han sido: verdaderos librecambistas. Querían eliminar no solo los derechos proteccionistas, sino todos los impuestos, directos e indirectos, salvo un solo impuesto sobre el valor de la tierra”, a la vez que califica a dicha idea como la “conclusión lógica de los principios del libre comercio”.

El movimiento georgista influyó posteriormente en reformas impositivas en algunas ciudades de Estados Unidos y otros países, demostrando cómo las ideas sobre tributación territorial derivadas del concepto del impuesto único podían servir para combatir desigualdades y promover la eficiencia y el desarrollo.

Vincent de Gournay fue un catalizador del liberalismo cuya insistencia en el libre comercio y una tributación justa y eficiente transformó el pensamiento económico. De los fisiócratas franceses a los liberales británicos y más tarde a Henry George, su visión de un "orden natural" económico –libre de interferencias opresivas– anticipó debates actuales sobre globalización, desarrollo y sostenibilidad. En un mundo aún plagado por guerras comerciales, absurdas barreras proteccionistas, y desigualdades territoriales y sociales, las lecciones de Gournay siguen invitando a reflexionar. Su legado perdura, recordándonos que la verdadera riqueza y el progreso surgen de la combinación virtuosa de libertad e igualdad.

 

Publicado en el diario La Calle el 19 de octubre de 2025.

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lunes, 13 de octubre de 2025

EL DERECHO A LA CIUDAD EN LA NUEVA CONSTITUCIÓN DE SANTA FE, UN AVANCE NORMATIVO QUE LAS POLÍTICAS PÚBLICAS PONDRÁN BAJO ESCRUTINIO

Por José Antonio Artusi

El pasado 11 de septiembre el Boletín Oficial de la Provincia de Santa Fe publicó el texto de la Constitución reformada, sancionada el día anterior. El artículo 35 reza textualmente: “La Provincia reconoce el derecho a la ciudad fundado en el uso pleno y equitativo, en su función social y ambiental, en los principios de participación ciudadana, gestión democrática, justicia espacial, equidad social e intergeneracional y respeto a la diversidad cultural. La Provincia favorece el arraigo poblacional mediante políticas de integración territorial, la vinculación del entorno urbano y rural y el acceso equitativo al hábitat digno. Impulsa el derecho a la movilidad y sistemas de transporte integrados, accesibles, seguros y sostenibles; la integración socio-urbana; los sistemas de gestión integral de riesgos; y la recuperación del incremento del valor en bienes privados producidos por inversión o decisión estatal, urbanización o planificación públicas para financiar infraestructuras, servicios y ordenamiento territorial y ambiental de acuerdo con lo dispuesto por la normativa. Promueve políticas especiales para el desarrollo sostenible de ciudades pequeñas e intermedias y generar impactos económicos, sociales y ambientales positivos en zonas urbanas, periurbanas y rurales”.

El concepto de "derecho a la ciudad" no es nuevo. Acuñado por el filósofo francés Henri Lefebvre a fines de los ´60, ha evolucionado de diversas maneras como un marco conceptual amplio y sujeto a diversas interpretaciones. De esta manera, se fue consolidando la idea del derecho a la ciudad como un conjunto sistemático de derechos, que implica no solo la asequibilidad a la vivienda adecuada y servicios básicos, sino también el derecho a la movilidad urbana, a equipamientos comunitarios y espacios públicos de calidad que promuevan la integración social, la participación ciudadana,  y el logro de entornos saludables y seguros.

Estamos frente a una novedad en el derecho constitucional argentino que vale la pena analizar con sumo detenimiento. ONU Hábitat define al derecho a la ciudad como “el derecho de todos los habitantes a habitar, utilizar, ocupar, producir, transformar, gobernar y disfrutar ciudades, pueblos y asentamientos urbanos justos, inclusivos, seguros, sostenibles y democráticos, definidos como bienes comunes para una vida digna”.

En el texto adoptado por los convencionales santafesinos es particularmente relevante el mandato de impulsar “la recuperación del incremento del valor en bienes privados producidos por inversión o decisión estatal. Parece claro que cuando se dice “bienes privados” se está pensando en el suelo, pero no se lo enuncia de manera expresa.

Veamos algunos antecedentes. La Constitución de España dispone en su artículo 47 que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos”.  El artículo 47 de la Constitución española no lo explicita taxativamente, pero es conveniente aclarar que las plusvalías a las que se refiere son precisamente incrementos del valor del suelo.  

La Constitución de Colombia, en su artículo 82, establece que “las entidades públicas participarán en la plusvalía que genere su acción urbanística y regularán la utilización del suelo y del espacio aéreo urbano en defensa del interés común”.

La Constitución de México, en una reforma introducida en 1983, estipula que los municipios “percibirán las contribuciones, etc.…, así como las que tengan por base el cambio de valor de los inmuebles”, sin distinguir entre suelo y construcciones o mejoras, distinción clave que se omite.

La Constitución de la Ciudad de México, de 2015, reconoce explícitamente el derecho a la ciudad y lo enuncia de manera muy amplia (artículo 12): “La Ciudad de México garantiza el derecho a la ciudad que consiste en el uso y el usufructo pleno y equitativo de la ciudad, fundado en principios de justicia social, democracia, participación, igualdad, sustentabilidad, de respeto a la diversidad cultural, a la naturaleza y al medio ambiente”.

En Brasil en 2001 se aprobó el Estatuto de la Ciudad, una ley federal que reglamenta artículos incorporados en la Constitución brasileña en 1988, concretamente el 182 y el 183, que, si bien no se refieren expresamente al “derecho a la ciudad”, forman parte de un capítulo titulado “De la política urbanística”. El 182 dispone que “la política de desarrollo urbanístico, ejecutada por el Poder Público Municipal, de acuerdo con las directrices generales fijadas en la ley, tiene por objeto ordenar el pleno desarrollo de las funciones sociales de la ciudad y garantizar el bienestar de sus habitantes”. A continuación, establece una serie de instrumentos concretos que pone a disposición de los municipios (recordemos que Brasil, al igual que Argentina, es un país federal con autonomías municipales). Entre esos instrumentos, la subdivisión o edificación obligatorias de parcelas urbanas vacantes en áreas consolidadas y el impuesto predial progresivo en el tiempo. Lo que los brasileños llaman impuesto predial es el equivalente a nuestro impuesto inmobiliario, con la diferencia de que allá lo cobran los municipios, que, de esa manera, y más aún con los instrumentos previstos en la Constitución y reglamentados en el Estatuto de la Ciudad, tienen una caja de herramientas muy versátil para gestionar el suelo y para recuperar y reinvertir su valorización, que se genera como producto de acciones de la comunidad.  La aplicación de dichos instrumentos no es obligatoria para los municipios brasileños, y el panorama de aquellos que han avanzado por ese camino es muy heterogéneo. Es interesante destacar el caso de la Prefeitura de Sao Paulo, que en medio de tremendas y obvias dificultades ha logrado poner en marcha un sistema integrado de mecanismos sofisticados de planificación y gestión del desarrollo urbano. Con estos instrumentos ha implementado un proceso de regularización y mejora de favelas y de construcción de viviendas e infraestructura para relocalizar habitantes de asentamientos irrecuperables.

El interrogante surge naturalmente: ¿estamos frente a un genuino avance hacia el logro de ciudades más prósperas, sostenibles y equitativas, o se trata de una mera declamación cargada de simbolismo y de corrección política en un contexto de desigualdades urbanas persistentes, sin el vínculo concreto a las “efectividades conducentes” que harían posibles los ambiciosos objetivos que se plantean (por ejemplo, la articulación con la política tributaria)?

Podría decirse que estamos a priori frente a un avance interesante, más allá de las críticas puntuales que pueda merecer la redacción o la técnica legislativa adoptadas. Pero el éxito, o el fracaso, dependerán de leyes reglamentarias, voluntad política articulada en diversos niveles y presupuestos acordes; sin ellas, el derecho podría quedar en "letra muerta".

Se requerirán por lo tanto normas operativas, recursos y gestiones articuladas sostenidas en el tiempo; de lo contrario se correrá el riesgo de repetir fracasos de otros países, donde los derechos existen sólo en el papel.

Esta reforma podría ser solo un capítulo más en la crónica de promesas incumplidas o bien el inicio de un proceso virtuoso que lleve a la posibilidad de construir mejores ciudades y mejor ciudadanía. Las políticas públicas irán resolviendo ese dilema, en un sentido u otro.

 

Publicado en el diario La Calle el 12 de octubre de 2025.

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domingo, 5 de octubre de 2025

EL ÉXTASIS DE SANTA TERESA



Por José Antonio Artusi

Se cumplen 443 años de la muerte de Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, más conocida como Santa Teresa de Jesús o Santa Teresa de Ávila. Teresa, descendiente de judíos conversos, nació en Gotarrendura el 28 de marzo de 1515 y murió en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582. Algunas fuentes difieren en la fecha de su muerte y la datan el 15 de octubre, dado que coincide con la transición del calendario juliano al gregoriano en España.

Monja y escritora mística, en 1562 Teresa fundó el primer convento de Carmelitas Descalzas - Convento de San José - en Ávila. Posteriormente, junto con San Juan de la Cruz, fundó la Orden de los Carmelitas Descalzos. Fue beatificada en 1614, canonizada en 1622, declarada patrona de los escritores católicos españoles en 1965 y proclamada doctora de la Iglesia Católica en 1970.

En una época en que la Iglesia sospechaba de las mujeres místicas y las consideraba propensas a la inestabilidad emocional, ella argumentó que las mujeres podían alcanzar la perfección espiritual y desempeñar diversos roles. Fue investigada por la Inquisición, pero no encontraron nada en sus escritos que pueda ser considerado herético.  

En Roma, a 650 metros de la iglesia de Sant ‘Andrea y a 500 metros de la iglesia de San Carlino a las que nos referimos en esta hoja el 7 de septiembre pasado, en la modesta iglesia de Santa María della Vittoria diseñada por Carlo Maderno, se puede apreciar una de las maravillas más fascinantes del arte barroco: el grupo escultórico “El Éxtasis de Santa Teresa” en la Capilla Cornaro, obra de Gian Lorenzo Bernini finalizada en 1652.

Esta obra de arte es mucho más que una escultura aislada que puede localizarse de manera aséptica en la sala de cualquier museo; es más bien un intento de brindar una experiencia integral a través de la fusión de la escultura y la arquitectura, dotadas a su vez de efectos lumínicos; diseñada ex profeso de esa manera para conmover al espectador y reforzar la devoción religiosa en una época de crisis espiritual. Encargada por el cardenal veneciano Federico Cornaro para su capilla funeraria, la obra centraliza la figura de Santa Teresa de Ávila en un momento de éxtasis místico, mientras un ángel la atraviesa con una flecha dorada. Pero lo que hace única a esta creación es su articulación perfecta con el espacio arquitectónico que la contiene, convirtiéndola en un exponente supremo de la expresividad barroca al servicio de la Contrarreforma católica. La capilla y el grupo escultórico son la misma cosa, en la que cada volumen es inescindible del espacio que lo contiene.

Imaginemos acercarnos a la capilla: la luz natural filtra desde arriba a través de una ventana oculta, iluminando rayos dorados de bronce que parecen descender del cielo, ambientando dramáticamente la escena. Santa Teresa yace en una nube de mármol blanco, su cuerpo contorsionado en un paroxismo de placer y dolor, con el rostro extasiado y los ojos entrecerrados. El ángel, con una sonrisa juguetona, sostiene la flecha que simboliza la transverberación descrita en las visiones de la santa. Bernini concibió esta representación como un teatro sagrado, donde los miembros de la familia Cornaro, a los lados de la capilla, observan la escena desde balcones como espectadores privilegiados.

Esta táctica escénica torna difusos los límites entre la ficción artística y la realidad, predisponiendo al observador a participar emocionalmente en el milagro que tiene ante sí.

La estructura de la capilla, con su nicho profundo y una cúpula elíptica, enmarca la escultura como un altar viviente. Los mármoles de varios colores en las paredes y el piso contrastan con el blanco puro de las figuras, creando un efecto de levitación que hace parecer que Santa Teresa flota en el aire. Esta ilusión óptica, potenciada por la luz dirigida, no solo realza la expresividad emocional de la obra, sino que también simboliza la elevación espiritual, un tema central en la mística católica.

El Barroco emergió en el siglo XVII como una respuesta artística de la Iglesia Católica a la Reforma Protestante, en el marco de la Contrarreforma. Tras el Concilio de Trento la Iglesia buscó reconquistar a los fieles perdidos ante el avance del protestantismo, que rechazaba las imágenes y los sacramentos católicos en favor de una fe más austera.

Para contrarrestar esto, el arte barroco se convirtió en una herramienta propagandística: teatral, sensorial y emotiva, diseñada para emocionar y convencer. En este contexto, Bernini, encarnó el ideal barroco: un arte que no solo decora, sino que persuade y consolida la fe, a través de una apelación que privilegia lo emocional por sobre lo racional, mediado por la intensa y dinámica percepción sensorial.

La expresividad barroca, con su énfasis en el movimiento, la luz y la emoción, sirvió perfectamente a estas estrategias. En contraste con el equilibrio estático y racional del Renacimiento, el arte barroco privilegia el desequilibrio dinámico, el drama emocional y lo infinito.

En “El éxtasis de Santa Teresa”, esta expresividad se manifiesta en la fusión de elementos: la arquitectura enmarca la escultura, la luz pinta la escena, y todo converge para evocar una visión celestial. Todo esto no era mera ornamentación; era un arma en la batalla ideológica y religiosa. Al hacer tangible lo divino, la Iglesia reafirmaba su autoridad, invitando a los fieles a una inmersión sensorial que contrastaba con la sobriedad protestante.

No todos los críticos saludaron la obra. Simon Schama la describió como "el espectáculo voyeurista más asombroso del arte... que flota en el límite entre el misterio sagrado y la indecencia".  Dany Nobus la calificó como "una representación sacrílega desvergonzada” y "un ejemplo típico de los excesos deplorables del arte barroco". La crítica de arte victoriana Anna Jameson la condenó diciendo que "incluso aquellos menos puritanos en asuntos de arte, aquí tirarían gustosamente la primera piedra."

Ernst Gombrich, en cambio, considera que “si comprendemos que una obra de arte religioso, como el altar de Bernini, puede legítimamente emplearse para provocar sentimientos de fervorosa exaltación y de transportes místicos, debemos admitir que Bernini logró este propósito de forma magistral. Dejó a un lado, deliberadamente, cualquier limitación para conducirnos a una cima de emotividad a la que nunca habían llegado los artistas. Si comparamos el rostro de su desfallecida santa con cualquier obra realizada en los siglos anteriores, encontraremos que ha logrado una intensidad en su expresión que nunca se había conseguido en el arte hasta entonces”. Nosotros podríamos agregar, quizás, que tampoco se consiguió posteriormente. El propio Bernini habría expresado que se trataba de su obra cumbre.

En nuestros días el “Éxtasis de Santa Teresa” sigue siendo motivo tanto de devoción religiosa como de deleite estético y de curiosidad intelectual, y se erige como un testimonio imperecedero de la eterna necesidad del arte frente a las tendencias contemporáneas que lo niegan o desprecian, que van desde un consumismo vacuo y frívolo hasta la barbarie reaccionaria de fundamentalismos iconoclastas.        

 

Fuentes:

Burgos Madroñero, Manuel. "En torno a Santa Teresa de Jesús." Dialnet. n.d. http://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/2571289.pdf.

Gombrich, Ernst. La historia del arte. Buenos Aires: Sudamericana, 2007.

White, Katie. "Is Bernini’s Baroque Masterpiece the Most Controversial Religious Artwork of All Time?" artnet. 2025. https://news.artnet.com/art-world/bernini-the-ecstasy-of-saint-teresa-2659785.

 

 

Publicado en el diario La Calle el 5 de octubre de 2025.

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