Por José Antonio Artusi
En nuestro país, como en muchos otros, se da una notable y triste paradoja. Conviven un altísimo y crónico déficit habitacional por un lado, y una enorme cantidad de viviendas desocupadas, por diversas razones, por otro. Vale decir, gente sin casas, y casas sin gente.
El Censo que se avecina nos dará un panorama más
preciso, pero diversas estimaciones muestran un déficit habitacional cercano a
los 4 millones de hogares y en 2010 se relevaron en el censo de ese año 2.494.618
viviendas deshabitadas, el 18% del total.
El gobierno nacional estaría evaluando la posibilidad
de implementar un impuesto que grave las viviendas desocupadas, como una forma
de promover su entrada al mercado, ya sea de compra venta o de alquiler,
aumentando de esa manera la oferta y haciendo por ende disminuir los precios.
El razonamiento tiene algo de lógica, y es verdad que gravámenes similares se
utilizan en diversos países, pero no se trata de la herramienta más adecuada en
nuestro país, ya de por sí con una agobiante presión tributaria basada en malos
impuestos. Y podría generar efectos adversos no buscados, tal como aconteció
con la ley de alquileres.
Si lo que se pretende penalizar es la especulación
inmobiliaria, un tributo como este deja afuera a una enorme cantidad de parcelas
urbanas en áreas consolidadas que no tienen edificación alguna o que tienen
edificios no destinados a uso residencial. Por otro lado, podría incluir a
viviendas transitoriamente desocupadas por diversos motivos, absolutamente
ajenos al afán especulativo del propietario.
Podría darse de esta manera el injusto caso de una manzana en la que
convivan terrenos baldíos y edificaciones ruinosas no residenciales que no
serían alcanzadas por el impuesto, y viviendas desocupadas temporariamente
porque sus dueños están esperando contar con recursos suficientes para
ampliarla o refaccionarla, porque están esperando ofertas razonables de venta o
alquiler, o por cualquier otro motivo distinto a la búsqueda por parte del
propietario de quedarse con la valorización del suelo generada por la
comunidad, que sí estarían incluídas en la nómina de inmuebles sujetos al
tributo. Es decir, tiene problemas de inclusión y exclusión, fundamentales en
el diseño de cualquier política pública. Idéntico problema tienen los recargos
al lote baldío usuales en el impuesto inmobiliario en algunas provincias y en
tasas municipales. En este caso penalizan al lote no edificado pero no a las
viviendas u otros edificios desocupados. Otro problema de implementación radica
en la dificultad para determinar lo que se entenderá por vivienda desocupada y
los costos administrativos de verificar tal condición.
Una alternativa superadora, mucho más simple y conveniente,
que no adolecería de los problemas mencionados, consistiría en reformar el
impuesto inmobiliario desgravando por completo las mejoras y construcciones, de
modo tal de tener solamente en cuenta el valor del suelo para el cálculo del
tributo. Idealmente debería ser en el marco de una reforma integral que
articule los sistemas provinciales con el nacional, por el que se eliminen
impuestos regresivos y distorsivos como ingresos brutos y se desgrave por
completo el trabajo y la inversión de capital destinada a la construcción,
compra y alquiler de viviendas.
El impuesto al valor del suelo libre de mejoras tiene
algunas particularidades que lo han hecho merecedor de las recomendaciones de
economistas de las más diversas escuelas, desde los fisiócratas franceses, Adam
Smith y David Ricardo, pasando por Henry George, hasta Milton Friedman, que
llegó a calificarlo como el “menos malo” de todos los impuestos. Entre las
muchas ventajas que presenta figuran que no genera pérdida de eficiencia
económica y no se puede trasladar a los precios. Esto se deriva de la
naturaleza de la fijación de su precio. El precio en el mercado de una parcela
refleja la renta capitalizada que podría generar si fuera destinada a su mayor
y mejor uso. El precio en definitiva surge de lo que la demanda está dispuesta
y apta a ofrecer por esa parcela. Así, el impuesto actúa como un descuento del
valor de mercado. Si los propietarios pretendieran un precio mayor no podrían
obtenerlo, porque la demanda ya está en su valor máximo “antes” del impuesto. A
su vez, el tributo cargaría un costo financiero, en cualquier caso, a los
propietarios que dejan todo o parte del terreno sin uso, ya sea una vivienda
desocupada, un edificio en ruinas o un lote baldío, convirtiendo en onerosa su
retención especulativa. Por lo tanto, se incentivaría de esta manera su construcción
y uso o bien su ingreso al mercado, aumentando la oferta y generando de esta
manera un impulso a la baja de los precios.
De ahí se desprende que un impuesto al valor del suelo libre de mejoras (que es lo que obtendríamos de una reforma del inmobiliario que desgrave las construcciones; no se necesita ningún impuesto nuevo) es la mejor forma de desalentar el suelo vacante o sub utilizado en las áreas consolidadas de nuestras ciudades. Si una medida de ese tipo se complementa con la reducción o eliminación de otros tributos que castigan el capital y el trabajo, y si de esta manera se promueve la construcción de viviendas, combinado con una reactivación del crédito hipotecario y la merma de la inflación, se habrá hecho mucho por avanzar efectivamente – sin declamaciones ni medidas inconducentes – en pos de garantizar para todos el derecho a la vivienda digna.-
Publicado en el diario La Calle el día 27 de Febrero de 2022.-
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