Por José Antonio Artusi
Hemos sido injustos con algunos de los
protagonistas de nuestra Historia. En algunos casos los hemos demonizado. En
otros el expediente ha sido más simple: el olvido. Es el caso de Eduardo Wilde,
uno de los exponentes más lúcidos y coherentes del liberalismo progresista de
su época.
Wilde nació en 1844 en Tupiza, hoy Bolivia,
vivió su adolescencia en Concepción del Uruguay, transitó su juventud y adultez
en Buenos Aires, y murió en 1913 en Bruselas. Descendiente de inmigrantes
ingleses y criollos, fue becado por Urquiza para estudiar en el Colegio del
Uruguay. Lo agradecería así años más tarde: “Aún cuando el General Urquiza no
hubiera hecho en su vida más que fundar el Colegio del Uruguay y mantenerlo,
tendría bastante para su gloria”. Aquí conoció a Julio Argentino Roca y
forjaron una amistad que los llevaría luego a actuar juntos en política.
Como escritor recibió elogios de lectores tan
exigentes como Sarmiento y Borges. Como médico le cupo una actuación abnegada
en ocasión de la epidemia de fiebre amarilla, y fue uno de los precursores más
importantes del higienismo y de la salud pública.
Tras haber ocupado bancas como legislador
provincial y nacional, en 1882 el presidente Roca lo designó Ministro de
Justicia, Culto e Instrucción, y bajo su liderazgo se sancionaron dos leyes trascendentes;
la ley 1420 de educación común, pública, laica, gratuita y obligatoria,
inspirada en las ideas de Sarmiento, y la ley de matrimonio civil.
En el centenario de su muerte Maxine Hanon,
su bíógrafa, sostuvo que “quizá la Literatura Argentina lo recuerde como lo ha
recordado siempre: uno de los buenos escritores fragmentarios de la Generación
del 80. La Historia lo ubicará allá en el fondo, en tercera fila, como aquel
ministro de Roca, al que le tocó firmar la ley 1420. Con suerte, porque alguno
denunciará que también fue ministro de Juárez Celman, y entonces corrupto. El
relato lo señalará como integrante de los gobiernos conservadores, oligarcas,
dueños de las estancias y el fraude electoral. La Medicina lo mencionará como
el autor de El Hipo. La Leyenda, lo más importante, contará que fue aquel
marido de Guillermina, la “amante” de Roca. ¡Qué injusta es nuestra Memoria!”.
Y se preguntó; “¿Por qué no hay en Buenos Aires una calle decente que lo
recuerde, o una plaza, o una escuela o un hospital? Tal vez porque, en sus
luchas contra los fanatismos y las hipocresías, usó dos armas letales: la
inteligencia y el humor. Cometió el pecado de llamar a todo por su nombre, a
veces con brutalidad, pero siempre con una sonrisa, y eso no se perdona en el
país de los relatos, que él llamaba leyendas, ni en los tiempos de demagogia,
que él llamaba poesía política.” *
En Concepción del Uruguay sólo una placa que da
su nombre a un aula del Colegio lo recuerda. Haríamos bien en reivindicarlo.
Por gratitud y por conveniencia, porque muchas de sus ideas nos pueden seguir
iluminando.-
* http://maxinehanon.blogspot.com/
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