No debería existir contradicción alguna entre
el derecho a la propiedad y el derecho a la vivienda digna, al hábitat, al
ambiente saludable, y a la ciudad. Por el contrario, podríamos decir que sin
garantía del derecho a la propiedad los demás derechos se tornan imposibles de
satisfacer. Los países desarrollados han logrado avances que han permitido que
esa ecuación se resuelva favorablemente, y algunos países de América Latina, en
medio de obvias dificultades y contratiempos, han tenido también algunos
logros, al menos en la sanción de normas y la implementación de algunas
experiencias que marcan el camino en la dirección correcta. En la Argentina,
lamentablemente, el atraso es doble, carecemos tanto de normas como de
políticas públicas asentadas y con continuidad en el tiempo que hayan permitido
avizorar avances concretos en la materia. Sin embargo, la perspectiva de lograr
cierta continuidad en la aplicación de programas y proyectos y la necesidad de
discutir cómo deberían ser las ciudades post pandemia abre una ventana de
posibilidad interesante que deberíamos aprovechar.
El derecho a la propiedad individual no es un
derecho “secundario”, como ha sugerido el Papa; es por el contrario un derecho
humano fundamental, pues sin propiedad no hay condiciones materiales para la
libertad ni para la verdadera democracia. El problema es que muchos son
lamentablemente privados de ese derecho, y por ende ven limitados sus márgenes
de libertad y menoscabada su condición de ciudadanía. Para que se ocupe y use adecuadamente el
suelo vacante retenido especulativamente en áreas urbanas consolidadas no hace
falta expropiar casi nada, salvo en muy pocos casos excepcionales. Además, no
nos olvidemos de que buena parte del suelo vacante es fiscal, y en muchos casos
está constituido por amplias parcelas obsoletas y abandonadas que perturban la
expansión urbana. Para promover la
movilización y utilización del suelo ocioso basta con lograr que mantener
terrenos baldíos no sea rentable, y haciendo en cambio que sea más provechoso construir
y usar ese suelo. Y eso se podría lograr eficazmente desgravando las
construcciones y mejoras en el impuesto inmobiliario, transformándolo en un
buen impuesto al valor del suelo libre de mejoras; y eliminando impuestos
distorsivos y regresivos que castigan el trabajo y el capital productivo. Como
diría Milton Friedman, se trata de recurrir al “menos malo” de los impuestos,
la vieja idea de Henry George.
Digamos también que la especulación
inmobiliaria y la consiguiente apropiación privada de los incrementos en el valor
del suelo generadas por la acción del Estado, o sea financiadas por todos los
contribuyentes, es un grave problema de nuestras ciudades, que genera y agrava
muchos otros: encarecimiento del suelo urbano y de la infraestructura,
ineficiente dotación de equipamiento comunitario, dificultades para la
movilidad y el transporte público, presión para la expansión descontrolada de
la mancha urbana, deterioro del espacio público, inseguridad, etc..
En definitiva, no será con una relativización
o menoscabo del derecho de propiedad como resolveremos los enormes déficits
habitacionales que tenemos. Por el contrario, sólo lo haremos si lo respetamos
a rajatabla, con políticas públicas adecuadas; y si entendemos a su vez que la
especulación inmobiliaria no es un derecho ni debería constituir una opción
válida de ahorro sino que se trata de una apropiación indebida e injusta de algo
que ha sido generado por el esfuerzo colectivo. ONU Hábitat sostiene que el
Derecho a la Ciudad “es el derecho de todos los habitantes a habitar, utilizar,
ocupar, producir, transformar, gobernar y disfrutar ciudades, pueblos y
asentamientos urbanos justos, inclusivos, seguros, sostenibles y democráticos,
definidos como bienes comunes para una vida digna”. Hagámoslo realidad.-
Publicado en el diario La Calle el día 17 de Octubre de 2021.-
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