Por José Antonio Artusi
El 3 de Febrero pasado se cumplieron 170 años de la batalla de Caseros, hito trascendente de la historia argentina sobre el que vale la pena reflexionar, intentando desentrañar su significado profundo. El 3 de Febrero de 1852, con la victoria del Ejército Grande comandado por Urquiza sobre las fuerzas de Rosas, se abre una nueva etapa y se deja atrás otra. Más allá de las virtudes y defectos personales de los protagonistas, sin ignorar sus contradicciones, por encima de sus aciertos y errores al calor de circunstancias apremiantes, lo que hoy nos importa es entender qué representaron, qué encarnaban. ¿Qué significaba Rosas y su régimen? ¿Qué significaba Urquiza y quienes lo acompañaban en aquella gesta, entre ellos el boletinero Sarmiento?
Rosas representaba el atraso y la decadencia, la reacción negadora de
los ideales revolucionarios, liberales e igualitarios de Mayo, el rechazo a la
modernidad y la Ilustración, la perpetuación perversa de las rémoras medievales
del orden colonial hispánico, el autoritarismo, la perpetuación en el poder, la
suma del poder público, la dilación de la Organización Nacional, la falta de
una Constitución que asegurara el sistema federal, representativo y
republicano, la falta de libertades y garantías, la censura y la represión
clandestina, la idealización de la muerte de los adversarios y su demonización,
el centralismo porteño disfrazado hipócritamente de federalismo, la impostura
nacionalista, el aislamiento internacional, la limitación al libre comercio, la
tergiversación de la sabia ley de enfiteusis de Rivadavia, la primacía del latifundio
ganadero primitivo que condenaba al gaucho a la sumisión y a la ignorancia, el
culto a la personalidad, el clericalismo y la falta de libertad religiosa, la
confusión entre Estado e Iglesia, el desprecio por la educación popular, el
clientelismo y la demagogia populista.
Urquiza y Sarmiento, con sus coincidencias y desencuentros, con sus
matices y limitaciones, propios de la condición humana y del tiempo histórico
que les tocó vivir, encarnaban en lo sustancial la antítesis de aquella
tendencia reaccionaria y oscurantista. Representaban el progreso y la modernización
del país, la recuperación y concreción de las nobles aspiraciones de los
mejores herederos del legado de la Revolución de Mayo, la superación de la
falsa antinomia entre unitarios y federales y la posibilidad de convivir civilizadamente
en una sociedad pluralista, dejar atrás las retrógradas instituciones de la
dominación española, la posibilidad de ir construyendo gradualmente una
democracia representativa, la limitación de los mandatos (Urquiza y Sarmiento fueron
Presidentes durante 6 años y a ninguno se le ocurrió reformar la Constitución
para buscar la reelección), la concreción de la tan dilatada y necesaria
Organización nacional bajo el manto protector de una Constitución liberal y
progresista que garantizara derechos y promoviera la prosperidad, la libertad de
prensa y las garantías individuales, el verdadero federalismo y la unión
nacional, la apertura al mundo y el libre comercio, la nacionalización de la
aduana y la libre navegación de los ríos para fomentar el desarrollo del
interior, la inmigración y la colonización agraria, el fomento de la
agricultura y la industria, la innovación científica y tecnológica al servicio
de la producción, la vida democrática de los municipios en los pueblos que
surgieran al calor de las colonias agrícolas, la integración del territorio
nacional por el ferrocarril y las comunicaciones, la libertad de cultos y el
laicismo, la consideración de la educación pública, laica, gratuita y
obligatoria como uno de los pilares ineludibles de la democracia y el
desarrollo. Y también el coraje de atreverse a decir verdades políticamente
incorrectas antes de tiempo, y de actuar en consecuencia, a riesgo de que sus
contemporáneos no los supieran comprender. A Urquiza ese coraje le costó la
vida y a ambos, en diversa proporción, las diatribas feroces y falaces de
revisionistas y mitristas.
Que algunas de aquellas magníficas aspiraciones hayan quedado truncas
o a medio hacer es harina de otro costal, y en todo caso es un fracaso imputable
sobre todo a aquellos que obstaculizaron su tarea, o a los que los
sucedieron.
Como expresara magistralmente Oscar Fernando Urquiza Almandoz en
páginas del diario La Calle hace 20 años, “Caseros
significó la libertad, pero ello no bastaba. Un pueblo es realmente libre
cuando sus hombres sólo tienen que inclinarse ante la Constitución y la ley.
Los argentinos la reclamaban desde Mayo… Libertad, organización constitucional,
educación, son las rocas inconmovibles que sirven de pedestal a su estatua de
predestinado. Principios que forman un todo indivisible y configuran la
magnífica verdad de sus ideales. Educación para la libertad y organización para
los libres… El triunfo de Urquiza debe ser valorado en su justa dimensión. Si
Caseros hubiera sido un fin en sí
mismo; si el único objetivo de Urquiza hubiese sido derribar un gobierno para
reemplazarlo por otro o ungiese él como sucesor de Rosas, para gobernar a su
antojo, sin frenos legales, persiguiendo al adversario y conculcando
libertades, no valdría la pena levantar estatuas ni exaltar ahora aquel
suceso”.
A 170 años de Caseros vale la pena exaltar aquel suceso. Para que las
lecciones del pasado nos ayuden a construir un futuro mejor, como el que
soñaron Urquiza y Sarmiento.-
Publicado en el Diario La Calle el Domingo 13 de Febrero de 2022.
Post Scriptum
Mucho se ha escrito, ya sea en términos laudatorios o condenatorios, de la significación histórica de Caseros, y de los comandantes que se enfrentaron en el campo de batalla.
Recurro a las visiones de diversos autores para abonar los argumentos
que esbocé en el artículo que publicó el diario.
Tuve la inmensa suerte de tener como Profesor de Historia en el
Colegio del Uruguay – el heredero de Urquiza, primer colegio laico del país - a
Oscar Fernando Urquiza Almandoz, ese extraordinario historiador y docente que
tanto hiciera por la investigación rigurosa y la difusión de la historia
lugareña. Es interesante rescatar algunos de sus testimonios, publicados por el
diario La Calle el 3 de Febrero de 2002, a 150 años de la batalla que nos
ocupa: “… Caseros no fue un fin en sí
mismo. Fue tan sólo una etapa. Como antes lo había sido el Pronunciamiento,
como después lo será el Acuerdo de San Nicolás. El norte, el objetivo final de
la revolución de Urquiza contra Rosas fue la libertad y la Constitución
Nacional. El predominio de la finalidad propuesta y una conducta consagrada al
servicio de la causa, hicieron que Urquiza no fuera un revolucionario más; que
no pasara simplemente a integrar esa tradición luctuosa y triste de América, de
hombres levantados en armas con propósitos y juramentos que glorificaban su
rebelión, pero que, en definitiva, caían en el sensualismo de un gobierno más
pernicioso e ilegal que el depuesto. Urquiza no fue, pues, un apóstata. Tuvo la
gloria de cumplir su promesa ante el país, causa y fin de su revolución contra
Rosas, la libertad y la organización constitucional.”
También es muy ilustrativo tener en cuenta los conceptos de uno de sus
biógrafos, Isidoro Ruiz Moreno, cuando se refiere a la trascendencia de
Urquiza: “Figura extraordinaria, en el
cabal sentido del término como fuera de lo común, fue don Justo Urquiza. Dotado
de fuerte carácter y de claros objetivos, puso ambos factores en acción para el
logro de sus empeños. Pacificó la anárquica Provincia de Entre Ríos primero y
luego organizó a la misma Confederación Argentina, que convertida en república
constitucional, logró unificar definitivamente. Buscó, además, conquistar el
Desierto – lo que anunció como candidato presidencial en 1868 -, plan que
hubiese completado la geografía nacional, pero las etapas del progreso requieren
su tiempo. Cuando se tiene en cuenta lo que era nuestra Argentina en aquellos
años, y se considera la transformación que realizaron los esfuerzos que
condujo, no puede considerarse de otra manera al General Urquiza sino como a
una de las figuras más grandes de la Patria, a despecho de los errores que
cometió, que poco pesan en el balance de su existencia… El tiempo transcurrido
desde entonces permite aquilatar sin pasión los resultados dejados por la
acción del General Urquiza en beneficio de la República Argentina. La gloria
por sus beneficios realizados, inigualados en el país durante el transcurso de
su prolongada actuación – Libertad, Constitución y Unidad Nacional – son de proyección
permanente, a despecho de humanas falencias, lo que permite consagrarlo como a
uno de sus más claros próceres”. Es pertinente también observar la
caracterización que hace el mencionado autor del régimen rosista: “El Gobernador de Buenos Aires concluía en
1850 otro período de mando (iniciado en 1835); y firme su poder, sin adversario
alguno que lo amenazara, el General Juan Manuel de Rosas había alcanzado el
cenit de su mando. Nada podía conmoverlo: el sometimiento a su voluntad de toda
la Confederación era absoluto. Comenzó entonces un movimiento tendiente a
perpetuarlo sin ningún tipo de límite, ni de facultades ni de términos, sin
renuncias y reelecciones. La suma del Poder Público con que fuera investido en
su Provincia debía extenderse formalmente a todas las demás… El vasallaje
imperante hasta en la vida cotidiana (vestidos, adornos, colores, celebraciones
religiosas, festivales populares, atalaje de caballos), lo demostraba
concluyentemente… Gozando de la suma del poder público, Juan Manuel de Rosas
era el Estado, como le Roi Soleil otrora. Jueces y legisladores le estaban
subordinados, y como carecía de sucesor – había sido propuesta como tal su
hija, lo que no prosperó – le fue concedida por ley, como se ha visto, la
Dictadura vitalicia… Las manifestaciones que se le dirigían no pecaban por
falta de elogios y adjetivos superlativos.”
Complementando lo anterior, podríamos considerar lo que Luis Alberto
Romero escribió sobre el gobierno de Rosas hace 10 años, enfatizando entre
otros rasgos la pretensión de unanimidad, la permanente propaganda oficial y
oficiosa, el terrorismo de Estado o paraestatal y el culto a la personalidad, rasgos
típicos de tantas tiranías a lo largo de la Historia: “… la opinión unánime era construida cotidianamente. Para evitar las disidencias,
desaparecieron las asociaciones, clubes, tertulias o cenáculos de sociabilidad
política, que habían florecido desde 1810. Lo mismo ocurrió con la prensa
opositora, muy activa al comienzo del régimen. La prensa adicta, escrita en registros
cultos o populares, exponía una militancia sin fisuras. En la calle, los opositores
eran individualizados por la manera de hablar o de vestirse - lo testimonió Echeverría
en El Matadero - , y la cinta punzó era impuesta a hombres y mujeres. Las fiestas
públicas, celebrando las fechas patrias o simplemente en homenaje al gobernador
o a su hija -alguien la propuso como sucesora del padre- combinaban el
entretenimiento con la exaltación simbólica de la figura de Rosas. En suma, hoy
un ministro de Cultura y Medios lo habría aprobado. Pero además, la opinión
unánime se respaldaba en la intimidación o eliminación de los enemigos, los
tibios y los indiferentes. Se realizaba a través de las autoridades locales, de
la policía o de la Mazorca, una asociación civil privada, integrada en su
mayoría por policías, que asesinaba a quienes eran señalados por el gobierno.
En ciertas coyunturas, como en 1840 o 1842, en Buenos Aires el terror fue
masivo e indiscriminado. El de Rosas no fue ni el primer ni el último régimen
que combinó apoyo popular masivo y terror represivo.” Es muy interesante
detenerse a reflexionar acerca de lo que este autor manifiesta en relación a la
movilización y participación regimentada de las masas y la elección de un enemigo
al que atribuirle todos los males, al que por otra parte se deshumaniza – en
este caso la difusa y ominosa categoría de “salvajes unitarios”, para quienes
sólo cabía la muerte - como estrategia de consolidación de un poder hegemónico,
característica que va luego va a ser distintiva de los movimientos y tendencias
fascistas del siglo XX: “La lucha
facciosa se potenció con la creciente movilización de los sectores populares,
urbanos y rurales. Los enfrentamientos políticos, muy violentos, alteraron profundamente
la vida social. La apelación al orden, que Rosas asumió, tenía un amplio apoyo
en buena parte de la sociedad, particularmente entre los sectores propietarios,
incluyendo a muchos que a la larga engrosarían el bando opositor. La
singularidad de la fórmula rosista consistió en llegar al orden por la vía de
la exacerbación y canalización de la movilización popular facciosa. Con ella
disciplinó y expurgó a las elites. Muchos descubrieron, entonces y después, que
la politización unánime, administrada, canalizada, convocada y desconvocada, se
parecía mucho a la despolitización. Solo requería de un enemigo contra quien
dirigirse. Un enemigo permanentemente derrotado pero, como la hidra de mil
cabezas, siempre renaciente. Tal la función de los “unitarios”, denominación
con la que el discurso del régimen englobó las más diversas formas de
oposición.”
En esta línea de pensamiento se podrían enmarcar los argumentos de
Juan José Sebreli para caracterizar a Rosas como un bonapartista o un
protofascista, cuando considera que “…el
movilizador de masas fue el rosismo, que fue un protofascismo, en un momento
donde no existía nada parecido en Europa ni América. Fue un régimen totalitario
en sentido estricto… Es la desaparición de los límites entre sociedad civil y
Estado. La vida cotidiana, hasta los aspectos más íntimos, como la sexualidad,
es controlada y existe una ideologización de todo.” O cuando plantea que “el caso de Rosas es realmente muy curioso.
Es una especie de fascismo avant la lettre. Fue un típico bonapartista, con
elementos mucho más fascistas de lo que pudieron haber sido los bonapartistas
del siglo XIX, Bismarck o Napoleón III, con esa puesta en escena de toda una
ciudad que es típica de los totalitarismos del siglo XX… La imaginería, la
ciudad pintada de rojo, las divisas, el retrato de Rosas en todas partes,
incluidas las iglesias… Es decir: la introducción de la política en la vida
cotidiana, la desaparición de los límites entre lo privado y lo público. Eso lo
hace por vez primera Rosas. En ese sentido, es casi un caso único en el siglo
XIX. Ni los bonapartismos europeos llegaron a ese punto.”
Sarmiento supo ver las íntimas relaciones entre las estructuras socio
– económicas y culturales con los modos de organización y dominación política.
Por eso en el Facundo se pregunta lo siguiente, tratando de comprender y
caracterizar correctamente al régimen de Rosas: “¿Dónde, pues, ha estudiado este hombre el plan de innovaciones que
introduce en su gobierno, en desprecio del sentido común, de la tradición, de
la conciencia y de la práctica inmemorial de los pueblos civilizados? Dios me
perdone si me equivoco, pero esta idea me domina hace tiempo: en la estancia de
ganados, en que ha pasado toda su vida y en la Inquisición, en cuya tradición
ha sido educado.” Y por eso su programa, coincidente con el de Urquiza,
será su contracara; la colonización agropecuaria, el acceso a la tierra, el libre comercio, la
educación pública y el laicismo. Las
palabras que el genial sanjuanino eligió para su epitafio en notable síntesis
no podrían ser más esclarecedoras: “Una
América toda, asilo de los dioses todos, con lengua, tierra y ríos libres para
todos”.
Conviene otorgar un párrafo aparte a la ley de enfiteusis de Rivadavia,
generalmente mal interpretada y valorada, y al papel que tuvo Rosas en su
administración. Recurrimos en ese sentido a la obra del uruguayo Andrés Lamas. En
las primeras palabras del prólogo de su libro “Rivadavia y la legislación de
las tierras públicas”, seguramente sorprendentes para muchos, Manuel Herrera y
Reissig sostiene que “la República
Argentina puede reclamar el honor de haber sido, con Francia, la cuna de las
ideas del Impuesto Único en el mundo”. El prologuista se refiere a las
ideas en las que los fisiócratas franceses – Quesnay, Turgot -, habían sido
pioneros, complementadas luego por los aportes teóricos de los economistas
clásicos liberales británicos – Adam Smith, David Ricardo – y perfeccionadas,
sistematizadas y explicadas con claridad más tarde por el norteamericano Henry
George, a partir de la publicación de su célebre obra “Progreso y Miseria” en
1879. Henry George advirtió con lucidez el rol de la renta del suelo en los
procesos de crecimiento de las economías capitalistas, y demostró contundentemente
cómo si no median eficaces políticas tributarias el crecimiento económico puede
llevar al aumento de la riqueza pero también de la pobreza. El remedio que
propuso George fue precisamente dejar de gravar por completo el trabajo y la
inversión de capital e imponer tributos solamente al mayor valor del suelo
generado por la comunidad, recuperando de esa manera para el Estado los
ingresos no ganados percibidos por el propietario del suelo sin que éste haya
realizado ningún tipo de esfuerzo. De ahí la denominación de impuesto único, el
“single tax”. Henry George era partidario también del más amplio libre
comercio, entre persones y entre países. Las ventajas del impuesto al valor del
suelo libre de mejoras (único o no, hoy seguramente sería imposible prescindir
absolutamente de todos los demás impuestos) han sido reconocidas por la enorme
mayoría de los economistas, entre ellos muchísimos premios Nobel. Uno de ellos,
Milton Friedman, llegó a decir que era “el menos malo” de todos los impuestos. Dos
ventajas clave de este tributo son que se trata del único impuesto que no puede
trasladarse a los precios – por el contrario, tiende a aumentar la oferta y por
ende a reducirlos – y que es el único que no genera pérdida de eficiencia
económica. Refiriéndose a Rivadavia,
continúa Herrera y Reissig en el prólogo del libro de Lamas diciendo que “la obra más grande, más original y más
trascendente de aquel ilustre argentino… no es su obra política,
constitucional, administrativa, docente y cultural… sino aquella gran reforma,
aquella gran conquista que todavía, cien años después, no han logrado alcanzar
las naciones más libres y avanzadas de la tierra: la libertad económica fundada
en la liberación de la tierra, supremo desiderátum de las Democracias…”. En
su libro Andrés Lamas nos dice que la legislación agraria de Rivadavia “tenía por base la conservación del dominio
natural y directo del Estado sobre las tierras públicas, que declaraba
inalienables. Conservando con la propiedad, la libre disponibilidad de sus
tierras, el Estado podía proceder, sin reato alguno, a su mejor distribución,
consultando las necesidades y las conveniencias generales; el bienestar y el
aumento de la población, la extensión, la diversidad y el perfeccionamiento de
las culturas, la buena distribución de la riqueza, y con ella la justicia
social y las condiciones esenciales de la organización política de una sociedad
democrática. Mediante la propiedad de la tierra, el Estado recibía, por medio
del canon con el que la entregaba al cultivo, la renta que le correspondía; y
como esta renta nace del trabajo social, Rivadavia esperaba, y con razón, que
ella llegaría a ser, con el transcurso del tiempo, la fuente única de los
recursos del tesoro público, suprimiéndose, en consecuencia, los impuestos que
gravan el trabajo y los capitales individuales.” En síntesis, este autor
oriental llega la conclusión de que “la
absorción por el Estado del valor social de la tierra creado por el esfuerzo
colectivo, el reconocimiento de la igualdad de derechos a la tierra, la
proscripción de todos los impuestos sobre el trabajo y el capital y sobre todas
las formas de la actividad económica, la libertad de trabajo en todas sus
manifestaciones y el libre cambio en su sentido más lato y absoluto, es decir,
no sólo entre las naciones, sino entre los individuos, tales fueron los
propósitos y finalidades del sistema agrario de Rivadavia de 1826, como son las
del impuesto único…”. De esta manera, lo que la tesis de Lamas y las
expresiones de Reissig nos están mostrando es un Rivadavia adelantado a su
tiempo, casi podríamos decir un georgista antes que Henry George.
Eduardo Conesa abona esta teoría, al expresar que “en nuestro país, en el decenio de 1820, bajo la presidencial del
liberal Bernardino Rivadavia, un entusiasta de los economistas ingleses de la
época, hubo un intento frustrado de establecer este sistema, por la vía del
derecho de enfiteusis. Se trataba de un arrendamiento a largo plazo que hacía
el Estado de la abundante tierra fiscal. El largo plazo pactado en los
contratos tenía el propósito de estimular al arrendatario o enfiteuta a
invertir en mejoras. El Estado arrendaba la tierra fiscal a cambio del pago de
un canon anual por parte del enfiteuta. Este canon hacía las veces de un
impuesto. Con el advenimiento de la dictadura de Rosas en los dos siguientes
decenios, el sistema fracasó, y fue definitivamente abandonado en el decenio de
1850”. Además, Conesa considera que la “omisión
de un impuesto liberal a la tierra libre de mejoras” es la principal
objeción a formular a la Generación del 80; y
- tras recordar el frustrado proyecto del Presidente Roque Saenz Peña
(ver “La ley Saenz Peña que no fue”) -, señala no obstante que “muchos otros brillantes hombres de la
gloriosa generación de 1880 defendieron esta idea progresista”, pero aclara
que “en rigor se remonta al decenio de
1820 cuando la propuso el ilustrado y entusiasta de la naciente ciencia de la
Economía Política… Bernardino Rivadavia con su ley de enfiteusis”. Evidentemente,
ningún país del mundo estaba en ese entonces, en condiciones de llevar adelante
una reforma de ese tipo en toda su dimensión y alcance, mucho menos la
Argentina anárquica y desarticulada de aquel momento.
Veamos ahora el papel de Rosas en esta cuestión. Recurrimos para ello
a los datos y consideraciones de Horacio Giberti: “Teóricamente la ley se proponía una distribución racional de la tierra,
una diversificación de la producción rural, fomentando la agricultura y la
creación de una nueva clase media que enfrentara a la oligarquía terrateniente.
Pero al ser llevada a la práctica esta ley produjo su propia negación: no fueron
los inmigrantes labriegos, con los que soñaba utópicamente Rivadavia, quienes
se repartían la tierra, sino precisamente la gran oligarquía terrateniente y
hacendada… Basta leer la lista de enfiteutas para comprobarlo… Los inmigrantes
que quería Rivadavia, por supuesto, no llegaron nunca a ocupar esas tierras. Es
fácil prever cómo se sabotearía el proyecto de inmigración, si observamos que
la comisión para organizar la contratación de inmigrantes europeos – creada por decreto de Rivadavia del año 1824 –
estaba presidida por el primo de Anchorena, Juan Pedro Aguirre, e integrada
entre otros por el propio Juan Manuel de Rosas. En un debate de la Legislatura
llevado a cabo en Enero de 1829, el general Viamonte combatió la cláusula de la
ley que prohibía a los enfiteutas adquirir nuevas tierras… Tomás de Anchorena
sostuvo el proyecto de reforma en el sentido en que lo promulgaba Viamonte. De
este modo la ley de enfiteusis perdía hasta su último rasgo progresista, para
convertirse lisa y llanamente en el gran negociado de la burguesía
terrateniente bonaerense… Durante el gobierno de Rosas no le resultaría muy
difícil a esta misma oligarquía, que seguía vinculada al gobierno, conseguir
que éste les concediera la propiedad privada de las tierras que les habían sido
entregadas en carácter de enfiteusis. El despojo quedaba de ese modo
legalizado. En 1837 vencían los diez años de plazo otorgado a la enfiteusis: se
aumentaba a partir de entonces el canon al doble. El gobierno de Rosas,
mediante un decreto del 19 de mayo de 1836, vendió 1.427 leguas – de las
otorgadas en enfiteusis – a 253 adquirentes…”. Emilio Coni publicó en 1927
un trabajo en el que señala, en relación a la ley de enfiteusis, que “dos hombres solamente la habían estudiado, y
superficialmente, Andrés Lamas, panegirista de Rivadavia, y Nicolás
Avellaneda...” y resalta la “opinión
francamente contraria a la enfiteusis de todos los hombres de valor que
actuaron después de Caseros y que habían sido testigos del sistema. Mitre,
Sarmiento, Tejedor, Alberdi y Vélez Sarsfield, por no citar sino a los
principales, fustigaron a la enfiteusis con frases lapidarias y la calificaron
de perniciosa”. Es evidente que aquella reforma rivadaviana fracasó
estrepitosamente, por diversas razones que tuvieron que ver con su tergiversación
y no con los principios y marco teórico que la inspiraron, pero de todas
maneras el nombre de la enfiteusis quedó desprestigiado, y probablemente además
muchos de los gobernantes posteriores a Caseros no entendieron su verdadera
significación y alcance. Mitre llegó al despropósito de tildarla de comunista. Por
ende, más allá de que ni Urquiza ni Sarmiento la reivindicaron expresamente, sí
comparten con Rivadavia, - y en se sentido se alejan de Rosas - la aspiración
de transformar el campo argentino por medio de la facilitación del acceso a la
tierra, la inmigración, la colonización en unidades productivas diversificadas,
la promoción de la agricultura y el comercio, la democracia municipal, la
educación rural, etc. Si las realizaciones efectivas de ambos no alcanzaron las
dimensiones de sus anhelos fue por la resistencia que encontraron, y por las
falencias de quienes los sucedieron. Ricardo de Titto recuerda las propias
palabras de Sarmiento al respecto: “Enfrentado
al latifundismo –“una oligarquía con olor a bosta”– promueve la pequeña
propiedad: “La posesión es el germen fecundo de la población. Donde este
derecho no fue respetado, el capital, el favor y la corrupción del poder
distribuyeron la tierra entre especuladores y poderosos y permaneció por siglos
inculta, despoblada e indivisa”.” No obstante, las colonias santafesinas,
San José y sus desprendimientos en Entre Ríos, y Chivilcoy en Buenos Aires, entre
otras colonias y pueblos, quedaron como testimonio del potencial de
transformación del campo argentino. En alguna medida, sigue siendo una
asignatura pendiente, aunque con problemas y desafíos de diferente índole.
Pero volvamos, para ir finalizando, a Justo José de Urquiza. En
ocasión del centenario del nacimiento del prócer uruguayense, con motivo de la
iniciativa de erigir un monumento que rindiera homenaje a su memoria, ni Mitre
pudo evitar reconocer - quizás un poco a desgano, o tal vez valorando
sinceramente tras tantos años la estatura histórica de Urquiza - que “el libertador de la República que derribó en
Caseros la bárbara tiranía y que inició posteriormente la organización
constitucional de la República, era merecedor a este honor póstumo”. Y por
lo tanto sumó su adhesión a la idea de “realizar
el monumento nacional que el país debe a la memoria del vencedor de Caseros y
del libertador de la República.”
Finalmente, recordemos las palabras de Sarmiento, a 12 años de la
tragedia de San José, publicadas en las páginas del diario El Nacional de
Buenos Aires: “El General Urquiza ha
sobrevivido a su muerte violenta. La Constitución Argentina y la reunión de la
República bajo las mismas instituciones de Gobierno, lo tienen a su frente. Y
si el 3 de Febrero perpetúa el día en que fueron tronchadas las cadenas, el de
su muerte serviría sólo para deplorar un crimen inútil, pues que la gloria
legítima resiste la destrucción del tiempo, que es lo único que puede alcanzar
el puñal”.-
Bibliografía
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https://www.clarin.com/opinion/domingo-ayer-sarmiento-hoy_0_a6kSflBL8c.html
(último acceso: 15 de Febrero de 2022).
Giberti, Horacio C. Historia económica de la
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Hora , Roy. «El latifundio como idea: Argentina,
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(último acceso: 12 de Febrero de 2022).
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http://www.unsam.edu.ar/escuelas/politica/centro_historia_politica/romero/rosas%20perfil.pdf
(último acceso: 12 de Febrero de 2022).
Ruiz Moreno, Isidoro J. . Vida de Urquiza .
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Urquiza Almandoz, Oscar Fernando. Hechos,
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