lunes, 13 de noviembre de 2023

EL 20 DE NOVIEMBRE

Por José Antonio Artusi

La ley nacional 20.770, promulgada el 9 Octubre de 1974, declara 'Día de la Soberanía' el 20 de noviembre de cada año, en conmemoración del Combate de la Vuelta de Obligado, librado en esa fecha en 1845. A su vez, el decreto 1584 del año 2010 estableció el 20 de Noviembre como uno de los días feriados nacionales y días no laborables. Hemos naturalizado ambas normas y la fecha es para muchos sólo un feriado más. Sin embargo, quizás haya llegado la hora de revisarlas. Hasta antes de 1974 la reivindicación del 20 de Noviembre como el “Día de la Soberanía” era un reclamo marginal de grupos violentos del nacionalismo católico integrista como Tacuara, agrupación abiertamente antisemita que reivindicaba a Hitler y Mussolini, entre otros deleznables personajes. 

En los considerandos del decreto 1584 se sostiene que “el 20 de noviembre de 1845, en la batalla de Vuelta de Obligado, algo más de un millar de argentinos con profundo amor por su patria, enfrentó a la Armada más poderosa del mundo, en una gesta histórica que permitió consolidar definitivamente nuestra soberanía nacional”. No son pocos los historiadores que discrepan con esta visión sesgada y antojadiza de este episodio y de los procesos estructurales de los que formó parte.  

La Historia está siempre sujeta a interpretaciones diversas, y las disputas sobre el significado de los hechos del pasado no son neutras; entrañan por el contrario una enorme capacidad de distinguir y valorizar las ideas que nos pueden ayudar a construir un futuro mejor, y a su vez a identificar y abandonar aquellas rémoras que nos atan a un estado de atraso y decadencia.  

No se puede hablar de la Vuelta de Obligado sin hablar de Rosas. Gustavo Gabriel Levene, en su Nueva Historia Argentina, nos advierte que “conviene, en efecto, no perderse entre las sombras dramáticas del terror “rosista” y examinar las consecuencias sociales y económicas de la tiranía, porque así descubriremos que hubo un plan; y éste consistió en restaurar, en lo posible, el pasado colonial. Si antes había existido el monopolio comercial, ahora la tiranía monopolizaba la tierra y el ganado, bases fundamentales de los saladeros”. Levene enfatiza el papel del régimen rosista al servicio de la consolidación de una oligarquía terrateniente conservadora y despótica: “una ley de mayo de 1836 prescribía “que el gobierno procederá a vender 1.500 leguas cuadradas de terrenos que están dados en enfiteusis y demás baldíos que pertenecen al Estado”. Esta ley suponía una actitud más resuelta en la lucha, iniciada años antes, para destruir la concepción de Rivadavia de que las tierras públicas no debían enajenarse. Estas 1.500 leguas fueron compradas por personajes vinculados con Rosas por la política o el parentesco. Otras disposiciones de fecha posterior terminaron por hacer de la tierra pública un premio a los partidarios de la tiranía… Tratada así la economía rural, los que no eran dueños de estancias debieron trabajar como peones y quedar sometidos al despotismo de los patrones”.

El carácter reaccionario de la tiranía de Rosas también puede advertirse en relación a su posición con respecto a la inmigración y la colonización. Gustavo Gabriel Levene nos recuerda en este sentido que “en Agosto de 1830, en uno de los primeros actos de su gobierno, Rosas había eliminado la Comisión de Inmigración que Rivadavia creara en 1824. Esta actitud de Rosas suponía renunciar a una política de efectiva colonización, y en verdad no hizo sino anticipar la orientación que entregó la tierra pública a los grandes propietarios…”.

Otro autor, Miguel Bravo Tedín, en un artículo publicado en Clarín en 2013 titulado “Combates que dejan huellas” argumenta que “Rosas inventó al menos entre nosotros “el terrorismo de Estado”. Dijo respetar al gaucho y lo mantuvo en la misma pobreza e ignorancia en la que estuvo siempre a la que agregó un sometimiento digno de un señor feudal. El reglamento que estableció para sus estancias lo confirma. No construyó ni una sola escuela en todo el país, instauró como política comunicacional la grosería y el insulto, el maltrato constante y la denigración al adversario, política que ha tenido hasta nuestros tiempos feliz y próspera vida”. Y en relación específica al combate que nos ocupa, este académico señala que “para el interior, tal como lo marcaba José Carlos Chiaramonte en su artículo “Una batalla que no fue nacional”, la Vuelta de Obligado no tiene el mismo significado que para el puerto…”.

Una de las claves interpretativas en esta cuestión es analizar la política aduanera y el comercio exterior; recurrimos para ello nuevamente a Levene: “el proteccionismo dispensado a las industrias del país no tuvo consecuencias progresistas. Reforzó un sistema de producción que… se encontraba más cerca de la economía medieval que de la capitalista… la economía nacional y la iniciativa privada debían ajustarse, prácticamente, a los dictados de Buenos Aires. Sobre todo el Litoral, obligado a comprar y vender en Buenos Aires, debió ajustar su economía a la de Rosas. El puerto único como pretensión hegemónica de Buenos Aires reiteraba, pues, en 1835, la misma política equivocada que en 1813 había contribuido tan decisivamente a las divergencias entre la capital del país y el caudillo oriental Artigas. Como se recordará, la Asamblea General Constituyente de ese año había rechazado a los diputados uruguayos porque Artigas reclamaba, con razón, el derecho de la Banda Oriental a comerciar con los puertos de Maldonado y Colonia”. Más adelante, Levene agrega, refiriéndose a Rosas, que “su política antinacional y egoísta de puerto y aduana únicos había entorpecido la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay”. No podemos dejar de coincidir con el mencionado historiador cuando concluye que “la política negativa de Rosas, al no unir las provincias argentinas en una nación organizada y al no aceptar los cambios técnicos y económicos que la marcha del mundo imponía a todos los países, es la principal responsable de los riesgos que frente a las ambiciones extranjeras corrieron la integridad territorial y la independencia argentinas. Únicamente unido y organizado, únicamente poblando su territorio y acelerando su transformación económica, un país como el nuestro podía defenderse. Lo contrario sólo ocultaría, tras telones patrioteros, traiciones conscientes o inconscientes a los verdaderos intereses del país…”.

Más cerca en el tiempo, otro historiador, Luis Alberto Romero, se ha referido en diversas ocasiones al significado de la fecha en la prensa periódica. Así, en una columna publicada en Clarín en 2014, titulada “Delirio nacionalista: el mito del combate de Obligado”, sostuvo que “los hechos son claros. En noviembre de 1845 la flota anglo francesa, que en ese momento sitiaba Buenos Aires, decidió remontar el Paraná y llegar hasta Corrientes, acompañando a buques mercantes cargados de mercaderías. Para impedirlo, el gobernador de Buenos Aires, J.M. de Rosas, dispuso bloquear el río Paraná en la Vuelta de Obligado, con cadenas protegidas por dos baterías. Se intercambiaron disparos, los buques cortaron las cadenas y siguieron su navegación hasta Corrientes”.

Más adelante Romero señala que “el punto central del mito reside en la idea de que allí se defendieron los intereses nacionales. Pero en 1845 la nación y el Estado argentinos no existían. Había provincias, guerra civil y discusión de proyectos contrapuestos, basados en intereses distintos. El Combate de Obligado, y todo el conflicto en la Cuenca del Plata, es un ejemplo de esas diferencias. Rosas aspiraba a someter a las provincias, incluyendo a la Banda Oriental y a Paraguay, cuya independencia no reconocía. Corrientes defendía su autonomía y pretendía comerciar directamente con ingleses y franceses. En cambio Rosas quería que todo el comercio pasara por el puerto de Buenos Aires y su Aduana. El río Paraná, abierto o cerrado, estaba en el epicentro de las diferencias. En Corrientes creían en el federalismo y la libre navegación de los ríos. La flota anglo francesa fue recibida amistosamente; hubo fiestas,…”.    

Luis Alberto Romero es categórico, y sus palabras pueden servir para ayudar a desnaturalizar el mito: “Es curioso que sobre esta situación, que puede leerse en cualquier libro serio, se haya constituido el mito de la victoria -una verdadera trampa cazabobos- y el de la defensa de la soberanía nacional... Desmontar estos mitos es una parte de la batalla cultural que deberemos encarar”. La necesidad de dar esa batalla cultural sigue presente.

Antes, en un artículo titulado “Transformar la derrota en victoria”, publicado por La Nación en 2010, Luis Alberto Romero nos había recordado que “Rosas defendió con energía el monopolio portuario porteño, de cuyas rentas, no compartidas, vivía la provincia. Contra Rosas estaban quienes creían que la libre navegación de los ríos los beneficiaría. El conflicto se dirimió luego de Caseros. Mientras Rosas elegía exiliarse en Inglaterra -quizá para estudiar más de cerca a la "pérfida Albión"-, el Pacto de San Nicolás en 1852, y la Constitución Nacional en 1853, abrieron el camino a la libre navegación. Los neorrevisionistas hablan del triunfo de los intereses antinacionales. Eso los llevaría a ubicar a nuestra Constitución en el campo antinacional. A los que vemos en la Constitución el fundamento de nuestro orden institucional nos resulta imposible acompañarlos en esa posición”.

Es obvio que no se puede tener una visión ingenua que prescinda de la crítica al imperialismo de las potencias europeas en el siglo XIX, y está claro que no se puede dejar de condenar, desde una perspectiva de la defensa de los intereses nacionales, la “diplomacia de las cañoneras”. Dicho eso, Rosas, más que paladín de la defensa de los intereses nacionales, es el defensor de los privilegios del puerto de Buenos Aires y de la oligarquía terrateniente. Celebrar la Vuelta de Obligado equivale a reivindicar el centralismo porteño en detrimento de los intereses de las provincias del interior, el autoritarismo mesiánico que habilita a un dictador a decidir quien puede comerciar y quien no, el proteccionismo absurdo que perjudica a la enorme mayoría de los trabajadores y consumidores y favorece a una pequeña camarilla de seudo empresarios vinculados al gobierno de turno. Reivindicar ese combate como una gesta fundante de nuestra soberanía significa renunciar a reconocer las ventajas del libre comercio, de la libre navegación de los ríos y de la integración virtuosa al mundo como pilares de una sociedad abierta, próspera, tolerante y progresista.

Pero además, en una república democrática la soberanía recae en la voluntad popular expresada en libertad acorde a las reglas establecidas en una constitución que garantiza derechos individuales. Nada de eso existía en la época de Rosas, y ni siquiera la Nación estaba constituida, sino que éramos un conjunto de provincias cuya organización institucional era sistemáticamente rechazada por el Restaurador de las leyes. De las leyes de la colonia, podríamos agregar. No es válido pregonar la soberanía nacional tal como les gusta hacer a todas las dictaduras si no se la asocia de manera inescindible con la soberanía popular. De modo tal que es absurdo, y perjudicial, que el 20 de Noviembre se festeje el “Día de la Soberanía”. Tenemos fechas más apropiadas para ello; el 30 de Octubre, por ejemplo, para recordar y celebrar que en esa fecha en 1983, hace 40 años, reconquistamos la democracia para siempre.-   

 

Publicado en el diario La Calle el día 12 de Noviembre de 2023.-   

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