Por José Antonio Artusi
La ley nacional 20.770, promulgada
el 9 Octubre de 1974, declara 'Día de la Soberanía' el 20 de noviembre de cada
año, en conmemoración del Combate de la Vuelta de Obligado, librado en esa
fecha en 1845. A su vez, el decreto 1584 del año 2010 estableció el 20 de
Noviembre como uno de los días feriados nacionales y días no laborables. Hemos
naturalizado ambas normas y la fecha es para muchos sólo un feriado más. Sin
embargo, quizás haya llegado la hora de revisarlas. Hasta antes de 1974 la
reivindicación del 20 de Noviembre como el “Día de la Soberanía” era un reclamo
marginal de grupos violentos del nacionalismo católico integrista como Tacuara,
agrupación abiertamente antisemita que reivindicaba a Hitler y Mussolini, entre
otros deleznables personajes.
En los considerandos del decreto
1584 se sostiene que “el 20 de noviembre de 1845, en la batalla de Vuelta de
Obligado, algo más de un millar de argentinos con profundo amor por su patria,
enfrentó a la Armada más poderosa del mundo, en una gesta histórica que
permitió consolidar definitivamente nuestra soberanía nacional”. No son pocos
los historiadores que discrepan con esta visión sesgada y antojadiza de este
episodio y de los procesos estructurales de los que formó parte.
La Historia está siempre sujeta a
interpretaciones diversas, y las disputas sobre el significado de los hechos
del pasado no son neutras; entrañan por el contrario una enorme capacidad de
distinguir y valorizar las ideas que nos pueden ayudar a construir un futuro
mejor, y a su vez a identificar y abandonar aquellas rémoras que nos atan a un estado
de atraso y decadencia.
No se puede hablar de la Vuelta
de Obligado sin hablar de Rosas. Gustavo Gabriel Levene, en su Nueva Historia
Argentina, nos advierte que “conviene, en efecto, no perderse entre las sombras
dramáticas del terror “rosista” y examinar las consecuencias sociales y
económicas de la tiranía, porque así descubriremos que hubo un plan; y éste
consistió en restaurar, en lo posible, el pasado colonial. Si antes había
existido el monopolio comercial, ahora la tiranía monopolizaba la tierra y el
ganado, bases fundamentales de los saladeros”. Levene enfatiza el papel del
régimen rosista al servicio de la consolidación de una oligarquía terrateniente
conservadora y despótica: “una ley de mayo de 1836 prescribía “que el gobierno
procederá a vender 1.500 leguas cuadradas de terrenos que están dados en
enfiteusis y demás baldíos que pertenecen al Estado”. Esta ley suponía una
actitud más resuelta en la lucha, iniciada años antes, para destruir la
concepción de Rivadavia de que las tierras públicas no debían enajenarse. Estas
1.500 leguas fueron compradas por personajes vinculados con Rosas por la
política o el parentesco. Otras disposiciones de fecha posterior terminaron por
hacer de la tierra pública un premio a los partidarios de la tiranía… Tratada
así la economía rural, los que no eran dueños de estancias debieron trabajar
como peones y quedar sometidos al despotismo de los patrones”.
El carácter reaccionario de la
tiranía de Rosas también puede advertirse en relación a su posición con
respecto a la inmigración y la colonización. Gustavo Gabriel Levene nos
recuerda en este sentido que “en Agosto de 1830, en uno de los primeros actos
de su gobierno, Rosas había eliminado la Comisión de Inmigración que Rivadavia
creara en 1824. Esta actitud de Rosas suponía renunciar a una política de
efectiva colonización, y en verdad no hizo sino anticipar la orientación que
entregó la tierra pública a los grandes propietarios…”.
Otro autor, Miguel Bravo Tedín,
en un artículo publicado en Clarín en 2013 titulado “Combates que dejan huellas”
argumenta que “Rosas inventó al menos entre nosotros “el terrorismo de Estado”.
Dijo respetar al gaucho y lo mantuvo en la misma pobreza e ignorancia en la que
estuvo siempre a la que agregó un sometimiento digno de un señor feudal. El
reglamento que estableció para sus estancias lo confirma. No construyó ni una
sola escuela en todo el país, instauró como política comunicacional la grosería
y el insulto, el maltrato constante y la denigración al adversario, política
que ha tenido hasta nuestros tiempos feliz y próspera vida”. Y en relación
específica al combate que nos ocupa, este académico señala que “para el
interior, tal como lo marcaba José Carlos Chiaramonte en su artículo “Una
batalla que no fue nacional”, la Vuelta de Obligado no tiene el mismo
significado que para el puerto…”.
Una de las claves interpretativas
en esta cuestión es analizar la política aduanera y el comercio exterior;
recurrimos para ello nuevamente a Levene: “el proteccionismo dispensado a las
industrias del país no tuvo consecuencias progresistas. Reforzó un sistema de
producción que… se encontraba más cerca de la economía medieval que de la
capitalista… la economía nacional y la iniciativa privada debían ajustarse,
prácticamente, a los dictados de Buenos Aires. Sobre todo el Litoral, obligado
a comprar y vender en Buenos Aires, debió ajustar su economía a la de Rosas. El
puerto único como pretensión hegemónica de Buenos Aires reiteraba, pues, en
1835, la misma política equivocada que en 1813 había contribuido tan
decisivamente a las divergencias entre la capital del país y el caudillo
oriental Artigas. Como se recordará, la Asamblea General Constituyente de ese
año había rechazado a los diputados uruguayos porque Artigas reclamaba, con
razón, el derecho de la Banda Oriental a comerciar con los puertos de Maldonado
y Colonia”. Más adelante, Levene agrega, refiriéndose a Rosas, que “su política
antinacional y egoísta de puerto y aduana únicos había entorpecido la libre
navegación de los ríos Paraná y Uruguay”. No podemos dejar de coincidir con el
mencionado historiador cuando concluye que “la política negativa de Rosas, al
no unir las provincias argentinas en una nación organizada y al no aceptar los
cambios técnicos y económicos que la marcha del mundo imponía a todos los
países, es la principal responsable de los riesgos que frente a las ambiciones
extranjeras corrieron la integridad territorial y la independencia argentinas. Únicamente
unido y organizado, únicamente poblando su territorio y acelerando su
transformación económica, un país como el nuestro podía defenderse. Lo
contrario sólo ocultaría, tras telones patrioteros, traiciones conscientes o
inconscientes a los verdaderos intereses del país…”.
Más cerca en el tiempo, otro
historiador, Luis Alberto Romero, se ha referido en diversas ocasiones al
significado de la fecha en la prensa periódica. Así, en una columna publicada
en Clarín en 2014, titulada “Delirio nacionalista: el mito del combate de
Obligado”, sostuvo que “los hechos son claros. En noviembre de 1845 la flota
anglo francesa, que en ese momento sitiaba Buenos Aires, decidió remontar el
Paraná y llegar hasta Corrientes, acompañando a buques mercantes cargados de
mercaderías. Para impedirlo, el gobernador de Buenos Aires, J.M. de Rosas,
dispuso bloquear el río Paraná en la Vuelta de Obligado, con cadenas protegidas
por dos baterías. Se intercambiaron disparos, los buques cortaron las cadenas y
siguieron su navegación hasta Corrientes”.
Más adelante Romero señala que
“el punto central del mito reside en la idea de que allí se defendieron los
intereses nacionales. Pero en 1845 la nación y el Estado argentinos no
existían. Había provincias, guerra civil y discusión de proyectos
contrapuestos, basados en intereses distintos. El Combate de Obligado, y todo
el conflicto en la Cuenca del Plata, es un ejemplo de esas diferencias. Rosas
aspiraba a someter a las provincias, incluyendo a la Banda Oriental y a
Paraguay, cuya independencia no reconocía. Corrientes defendía su autonomía y
pretendía comerciar directamente con ingleses y franceses. En cambio Rosas
quería que todo el comercio pasara por el puerto de Buenos Aires y su Aduana.
El río Paraná, abierto o cerrado, estaba en el epicentro de las diferencias. En
Corrientes creían en el federalismo y la libre navegación de los ríos. La flota
anglo francesa fue recibida amistosamente; hubo fiestas,…”.
Luis Alberto Romero es
categórico, y sus palabras pueden servir para ayudar a desnaturalizar el mito:
“Es curioso que sobre esta situación, que puede leerse en cualquier libro serio,
se haya constituido el mito de la victoria -una verdadera trampa cazabobos- y
el de la defensa de la soberanía nacional... Desmontar estos mitos es una parte
de la batalla cultural que deberemos encarar”. La necesidad de dar esa batalla
cultural sigue presente.
Antes, en un artículo titulado
“Transformar la derrota en victoria”, publicado por La Nación en 2010, Luis
Alberto Romero nos había recordado que “Rosas defendió con energía el monopolio
portuario porteño, de cuyas rentas, no compartidas, vivía la provincia. Contra
Rosas estaban quienes creían que la libre navegación de los ríos los
beneficiaría. El conflicto se dirimió luego de Caseros. Mientras Rosas elegía
exiliarse en Inglaterra -quizá para estudiar más de cerca a la "pérfida
Albión"-, el Pacto de San Nicolás en 1852, y la Constitución Nacional en
1853, abrieron el camino a la libre navegación. Los neorrevisionistas hablan
del triunfo de los intereses antinacionales. Eso los llevaría a ubicar a
nuestra Constitución en el campo antinacional. A los que vemos en la
Constitución el fundamento de nuestro orden institucional nos resulta imposible
acompañarlos en esa posición”.
Es obvio que no se puede tener
una visión ingenua que prescinda de la crítica al imperialismo de las potencias
europeas en el siglo XIX, y está claro que no se puede dejar de condenar, desde
una perspectiva de la defensa de los intereses nacionales, la “diplomacia de
las cañoneras”. Dicho eso, Rosas, más que paladín de la defensa de los
intereses nacionales, es el defensor de los privilegios del puerto de Buenos
Aires y de la oligarquía terrateniente. Celebrar la Vuelta de Obligado equivale
a reivindicar el centralismo porteño en detrimento de los intereses de las
provincias del interior, el autoritarismo mesiánico que habilita a un dictador
a decidir quien puede comerciar y quien no, el proteccionismo absurdo que
perjudica a la enorme mayoría de los trabajadores y consumidores y favorece a
una pequeña camarilla de seudo empresarios vinculados al gobierno de turno. Reivindicar
ese combate como una gesta fundante de nuestra soberanía significa renunciar a
reconocer las ventajas del libre comercio, de la libre navegación de los ríos y
de la integración virtuosa al mundo como pilares de una sociedad abierta,
próspera, tolerante y progresista.
Pero además, en una república
democrática la soberanía recae en la voluntad popular expresada en libertad
acorde a las reglas establecidas en una constitución que garantiza derechos
individuales. Nada de eso existía en la época de Rosas, y ni siquiera la Nación
estaba constituida, sino que éramos un conjunto de provincias cuya organización
institucional era sistemáticamente rechazada por el Restaurador de las leyes.
De las leyes de la colonia, podríamos agregar. No es válido pregonar la
soberanía nacional tal como les gusta hacer a todas las dictaduras si no se la
asocia de manera inescindible con la soberanía popular. De modo tal que es
absurdo, y perjudicial, que el 20 de Noviembre se festeje el “Día de la
Soberanía”. Tenemos fechas más apropiadas para ello; el 30 de Octubre, por
ejemplo, para recordar y celebrar que en esa fecha en 1983, hace 40 años, reconquistamos
la democracia para siempre.-
Publicado en el diario La Calle
el día 12 de Noviembre de 2023.-
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