Por José Antonio Artusi
El 8 de Julio de 1884, con las firmas del Presidente Julio Argentino Roca
y el Ministro de Justicia e Instrucción Pública Eduardo Wilde, se promulgó la
ley 1420 de educación común, pública, laica, gratuita y obligatoria. Ambos, ya
lo hemos recordado en otra oportunidad, habían estudiado en el Colegio del
Uruguay fundado por Justo José de Urquiza, el primero laico de la República
Argentina. Se cumplirán dentro de poco 140 años de esa histórica norma, pilar
fundamental en la construcción del sistema educativo de nuestro país.
La tarea para llegar a esa ley trascendente no había sido sencilla ni
había estado exenta de conflictos y arduas polémicas. Lo que no había logrado
el erudito Sarmiento lo conseguía el militar Roca, acompañado del médico Wilde
y del abogado Onésimo Leguizamón, en ese entonces diputado nacional, otro ex
alumno del histórico colegio.
Un enorme caudal de inmigrantes de las más diversas culturas y religiones
encontró en la Argentina un lugar donde vivir en paz y progresar. Si no
vinieron más, y si muchos se volvieron o buscaron otros destinos obedece a
otras causas, y es obvio que ese déficit no puede atribuirse al sistema
educativo. Por el contrario, la escuela pública argentina integró e hizo
conciudadanos y compatriotas a niños y jóvenes que a menudo no compartían
origen, ni religión, ni clase social.
Los edificios escolares como palacios cívicos con los que soñaba
Sarmiento, al servicio de la construcción de ciudadanía que significaba “educar
al soberano” de una república comenzaron a dejar su huella indeleble en toda la
geografía nacional. La arquitectura, “testigo insobornable de la Historia”, al
decir de Octavio Paz, nos sigue aún hablando de una época en la que el Estado
asignaba a la educación común una importancia primordial, que no se agotaba en
las normas sino que se corporizaba en los presupuestos y en la inspiración de
las políticas públicas.
La educación como eje estratégico de un proceso de consolidación del
sistema representativo consagrado en la Constitución sufriría embates luego a
partir de 1930 y 1943, incluyendo la derogación del contenido laicista de la
ley 1420. Pero de todos modos el sistema educativo argentino, edificado sobre
cimientos tan fuertes y nobles, logró perdurar, aún en medio de crisis recurrentes, como una
herramienta que favoreció la integración social, la movilidad social ascendente
y algunos logros notables en materia de desarrollo científico y tecnológico,
con repercusiones en la industrialización y el crecimiento económico.
Cada vez que se discutieron las implicancias de la ley 1420 se debatió
mucho más que un mero programa educativo. En esencia, aún con matices, lo que
estuvo en disputa fue un conflicto entre una visión liberal, progresista y
republicana, enfrentada a otra conservadora, integrista y reaccionaria.
En 1947, en ocasión de tratarse en la Cámara de Diputados de la Nación la
ratificación del decreto ley dispuesto por un gobierno de facto en 1943, que
reformó el artículo 8º de la ley 1420 e impuso la enseñanza religiosa en las
escuelas públicas, se pudieron escuchar algunas voces que dieron cuenta del
significado profundo de tal reforma.
Silvano Santander recordó en esa oportunidad que “el Estado – bien lo
dijo ese otro romántico enamorado de la libertad que fue Esteban Echeverría –
como cuerpo político, no puede tener una religión, porque no siendo persona
individual carece de conciencia propia; agregando que el principio de la
libertad de conciencia jamás podrá conciliarse con el dogma de la religión del
Estado”. Agregó el diputado Santander, a propósito de los debates que derivaron
en la sanción de la ley, que “se impuso en definitiva el punto de vista
laicista. Esa ley fue el mejor tributo conciliador para nuestro futuro. Los
árboles, dice el Eclesiastés, se juzgan por su frutos. ¿Cuáles han sido los
resultados de esta ley? Una Argentina alfabetizada, sin problemas raciales y
religiosos”.
Más cerca en el tiempo, en 1995, en su libro “Sur, penuria y después”, y
sobre otros aspectos como la gratuidad y el deterioro de la escuela pública,
Aldo Neri alertaba que “a veces, para ser realmente progresista, hay que elegir
opciones conservadoras de viejas prácticas: la gratuidad estatal en el nivel
básico fue una política exitosa en aquellos países latinoamericanos que la
aplicaron durante décadas. Su paulatino desplazamiento hacia la privatización y
el servicio educativo fue el resultado de la decadencia del viejo Estado y la
simultánea mayor fractura social. No sería legítimo prohibir estas tendencias
contemporáneas, pero menos aún lo sería estimularlas. La construcción del nuevo
Estado para una sociedad de bienestar exige su protagonismo principal en este
nivel, así como una muy severa revisión de los criterios con que el Estado
asegura hoy subsidios al sector privado educativo, con efecto social y
económico regresivo.” Aldo Neri enfatizaba que “la mezcla de clases permite
recuperar para el bien común impulsos que habitualmente se canalizaban hacia la
segregación y el privilegio”, y contrasta “lo que fue la calidad de la escuela
estatal multiclasista, durante buena parte de este siglo, en Uruguay y la
Argentina, contra su actual decadencia y vaciamiento progresivo de los sectores
medios”.
Rescatar la vigencia de los postulados de la ley 1420 nos llevaría a más
laicismo, universalidad y gratuidad de la educación pública, de calidad, al
servicio de una sociedad más democrática, próspera, integrada y equitativa.
Emprender el camino opuesto sólo augura mayor fractura y exclusión social, y
por ende una sociedad más segregada, violenta e insegura.
¿Cómo conmemoraremos el próximo 8 de Julio el 140º aniversario de la ley
1420? La pregunta, y las posibles respuestas, no son una cuestión
insignificante. La interpretación del pasado siempre es un tema relevante en la
construcción del futuro.-
Publicado en el diario La Calle el día 31 de Marzo de 2024.-
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