Por José Antonio Artusi
Gian Lorenzo
Bernini nació en Nápoles el 7 de diciembre de 1598 y murió en Roma el 28 de
noviembre de 1680. Francesco Borromini nació en Bissone, actualmente en el Cantón del Tesino, Suiza, el 25 de
septiembre de 1599 y murió en Roma, por su propia voluntad, el 3 de agosto de
1667.
En la Roma del
siglo XVII, el Barroco no fue solo un movimiento artístico, sino un campo de
conflictos que enfrentó egos, contrastó visiones y puso en escena talentos
extraordinarios. En el centro de esa confrontación estuvieron Gian Lorenzo
Bernini y Francesco Borromini, dos genios cuyas obras aún contribuyen a
embellecer y hacer único el paisaje urbano romano. Su rivalidad, tan intensa
como la pasión que alimentaba sus obras, se ha convertido en una suerte de
“superclásico” de la historia del arte y de la arquitectura, un duelo que
trasciende el tiempo y tiene la capacidad de seguir asombrando a quienes
visitan sus obras.
El siglo XVII fue
un momento de esplendor para Roma. La Iglesia Católica, en plena
Contrarreforma, buscaba reafirmar su poder a través del arte y la arquitectura,
concibiéndolas como un poderoso instrumento de propaganda al servicio del
enfrentamiento con la Reforma luterana. El arte barroco, con su intensidad dramática,
su dinamismo y exuberancia, se convirtió en el vehículo adecuado para
transmitir la grandeza de la fe y fortalecer la autoridad papal.
Bernini,
carismático y políticamente astuto, era el favorito de los papas y la alta
sociedad romana. Su talento abarcó la arquitectura, la escultura y el diseño
urbano, y su capacidad para combinar y articular estas disciplinas creó obras
de una teatralidad sin igual. Borromini, en cambio, era introspectivo,
obsesionado con la geometría y la precisión, y su trabajo reflejaba una
sensibilidad más experimental e intelectual. Trabajó más bien para modestas
órdenes religiosas. Aunque colaboraron brevemente en proyectos en San Pedro, su
relación pronto se deterioró, generando una rivalidad que se transformó en
leyenda.
A diferencia de
Bernini, Borromini no era un cortesano. Su carácter reservado y su rechazo a
las normas sociales lo convirtieron en un outsider en la Roma papal. Esta
marginalidad, sin embargo, alimentó su creatividad. Sus diseños, menos
ostentosos que los de Bernini, invitan a una contemplación más íntima. Pero su
vida no estuvo exenta de tragedia: Borromini se suicidó en 1667, dejando un
legado que solo sería plenamente valorado siglos después.
Se dice que
Borromini criticaba a Bernini por su falta de rigor técnico, mientras que
Bernini menospreciaba el enfoque “extravagante” de su rival. Bernini buscaba
impresionar, Borromini sorprender.
Un ejemplo legendario
del enfrentamiento entre ambos puede observarse hasta el día de hoy en la
elegante Piazza Navona, concretamente en la Fuente de los Cuatro Ríos de
Bernini y la iglesia de Sant’Agnese in Agone, cuya fachada fue diseñada por
Borromini. La leyenda urbana cuenta que una de las estatuas de Bernini en la
fuente, la que representa al río de la Plata, se espanta al ver la fachada de
Borromini, e intenta cubrir su rostro con una mano para no observar tal
adefesio. Sea verdad o no, “se non e vero e ben trovato”, como se dice
en Italia. Aunque no exista evidencia histórica que confirme la anécdota, ésta refleja
la dimensión de su rivalidad: dos inspiraciones geniales disputándose el alma
de Roma.
Desde una mirada
contemporánea, el enfrentamiento entre Bernini y Borromini trasciende el mero
chusmerío histórico. Sus obras nos hablan del contraste y la complementariedad
entre lo emocional y lo intelectual. Bernini, con su teatralidad, anticipa
nuestra obsesión moderna por el espectáculo, la narrativa visual y la
experiencia inmersiva. Sus iglesias, plazas y fuentes son el equivalente
barroco de los grandes eventos mediáticos de hoy, diseñados para captar la
atención y emocionar. Borromini, por su parte, resuena con la sensibilidad
contemporánea hacia la innovación y la ruptura de moldes. Sus edificios, con
sus formas inesperadas y su atención al detalle, podrían verse como precursores
del diseño arquitectónico moderno, donde la funcionalidad se combina con la
experimentación estética.
En la era de las
redes sociales, donde la imagen lo es todo, Bernini probablemente habría sido
una estrella de Instagram, con sus obras diseñadas para el impacto visual.
Borromini, en cambio, podría haber encontrado su lugar en círculos más
especializados, apreciado por quienes buscan profundidad y originalidad.
Para captar la
esencia de las diferencias y similitudes entre Bernini y Borromini puede ser
muy pertinente un análisis comparativo entre Sant’Andrea al Quirinale (1658) de
Bernini y San Carlino alle Quattro Fontane (1634) de Borromini, dos pequeñas
iglesias ubicadas en la misma calle y separadas sólo por 160 metros.
Bernini, maestro de
la teatralidad, diseñó Sant’Andrea al Quirinale como un espacio donde la luz y
la geometría se conjugan para emocionar. La planta elíptica de la iglesia, con
su eje mayor perpendicular a la entrada, es un mecanismo proyectual que organiza
el espacio como un escenario. La elipse, en este caso, no es solo una forma
geométrica, sino un dispositivo que amplifica la experiencia sensorial. Al
entrar, el visitante es recibido por un espacio que se expande lateralmente,
creando una sensación de amplitud y movimiento. Este espacio se ve coronado por
la cúpula, decorada con estucos dorados que reflejan la luz, y por el altar
mayor, donde la estatua de San Andrés parece ascender hacia un cielo iluminado.
La luz en
Sant’Andrea es un elemento coreográfico. Bernini coloca ventanas estratégicas
en la base de la cúpula y detrás del altar, permitiendo que rayos de luz
natural inunden el espacio en momentos clave del día. Esta iluminación
dirigida, que recuerda a un foco teatral, resalta los detalles escultóricos y
crea un contraste dramático entre las zonas iluminadas y las sombras. La
geometría elíptica actúa como un marco que dinamiza la luz, guiando la mirada
hacia el altar.
Borromini, en
contraste, aborda San Carlino con una visión cerebral, donde la luz y la
geometría se entrelazan en un diálogo intelectual. La planta de la iglesia es
un prodigio geométrico: no una elipse pura, sino una “falsa elipse” creada a
partir de un sistema complejo de triángulos equiláteros, círculos y óvalos
entrelazados. Este diseño, surgido de cálculos meticulosos, genera un espacio
que parece ondular, con paredes cóncavas y convexas que desafían la rigidez
clásica. La geometría de Borromini es un rompecabezas: las formas curvas y los
ángulos inesperados crean una sensación de fluidez, como si el espacio
estuviera en constante transformación.
La luz en San
Carlino es un elemento revelador, casi místico. Borromini utiliza ventanas en
la base de la cúpula y una linterna para filtrar la luz de manera sutil,
creando un juego de claroscuro que resalta la textura de las paredes y los
patrones geométricos de la cúpula, decorada con un intrincado mosaico de
octógonos, cruces y hexágonos, que parece vibrar bajo la luz, dando la
impresión de un espacio en movimiento.
Las obras de
Bernini y Borromini siguen siendo un motivo de deleite estético, pero a la vez
un magnífico recordatorio de cómo la arquitectura y el arte pueden ayudarnos a
reflexionar sobre la creatividad y la espiritualidad, cuestiones que, de otro
modo, siguen siendo relevantes en el siglo XXI.
Publicado en el
diario La Calle el 7 de septiembre de 2025.
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