Por José Antonio Artusi
El pasado 11 de
septiembre el Boletín Oficial de la Provincia de Santa Fe publicó el texto de
la Constitución reformada, sancionada el día anterior. El artículo 35 reza
textualmente: “La Provincia reconoce el derecho a la ciudad fundado en el
uso pleno y equitativo, en su función social y ambiental, en los principios de
participación ciudadana, gestión democrática, justicia espacial, equidad social
e intergeneracional y respeto a la diversidad cultural. La Provincia favorece
el arraigo poblacional mediante políticas de integración territorial, la
vinculación del entorno urbano y rural y el acceso equitativo al hábitat digno.
Impulsa el derecho a la movilidad y sistemas de transporte integrados, accesibles,
seguros y sostenibles; la integración socio-urbana; los sistemas de gestión
integral de riesgos; y la recuperación del incremento del valor en bienes
privados producidos por inversión o decisión estatal, urbanización o
planificación públicas para financiar infraestructuras, servicios y
ordenamiento territorial y ambiental de acuerdo con lo dispuesto por la
normativa. Promueve políticas especiales para el desarrollo sostenible de
ciudades pequeñas e intermedias y generar impactos económicos, sociales y
ambientales positivos en zonas urbanas, periurbanas y rurales”.
El concepto de
"derecho a la ciudad" no es nuevo. Acuñado por el filósofo francés
Henri Lefebvre a fines de los ´60, ha evolucionado de diversas maneras como un
marco conceptual amplio y sujeto a diversas interpretaciones. De esta manera,
se fue consolidando la idea del derecho a la ciudad como un conjunto
sistemático de derechos, que implica no solo la asequibilidad a la vivienda
adecuada y servicios básicos, sino también el derecho a la movilidad urbana, a
equipamientos comunitarios y espacios públicos de calidad que promuevan la
integración social, la participación ciudadana, y el logro de entornos saludables y seguros.
Estamos frente a
una novedad en el derecho constitucional argentino que vale la pena analizar
con sumo detenimiento. ONU Hábitat define al derecho a la ciudad como “el
derecho de todos los habitantes a habitar, utilizar, ocupar, producir,
transformar, gobernar y disfrutar ciudades, pueblos y asentamientos urbanos
justos, inclusivos, seguros, sostenibles y democráticos, definidos como bienes
comunes para una vida digna”.
En el texto
adoptado por los convencionales santafesinos es particularmente relevante el
mandato de impulsar “la recuperación del incremento del valor en bienes
privados producidos por inversión o decisión estatal. Parece claro que cuando
se dice “bienes privados” se está pensando en el suelo, pero no se lo enuncia
de manera expresa.
Veamos algunos
antecedentes. La Constitución de España dispone en su artículo 47 que “todos
los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los
poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las
normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización
del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La
comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los
entes públicos”. El artículo 47 de
la Constitución española no lo explicita taxativamente, pero es conveniente
aclarar que las plusvalías a las que se refiere son precisamente incrementos del
valor del suelo.
La Constitución de
Colombia, en su artículo 82, establece que “las entidades públicas
participarán en la plusvalía que genere su acción urbanística y regularán la
utilización del suelo y del espacio aéreo urbano en defensa del interés común”.
La Constitución de México,
en una reforma introducida en 1983, estipula que los municipios “percibirán
las contribuciones, etc.…, así como las que tengan por base el cambio de valor
de los inmuebles”, sin distinguir entre suelo y construcciones o mejoras, distinción
clave que se omite.
La Constitución de
la Ciudad de México, de 2015, reconoce explícitamente el derecho a la ciudad y
lo enuncia de manera muy amplia (artículo 12): “La Ciudad de México
garantiza el derecho a la ciudad que consiste en el uso y el usufructo pleno y
equitativo de la ciudad, fundado en principios de justicia social, democracia,
participación, igualdad, sustentabilidad, de respeto a la diversidad cultural,
a la naturaleza y al medio ambiente”.
En Brasil en 2001
se aprobó el Estatuto de la Ciudad, una ley federal que reglamenta artículos
incorporados en la Constitución brasileña en 1988, concretamente el 182 y el
183, que, si bien no se refieren expresamente al “derecho a la ciudad”, forman
parte de un capítulo titulado “De la política urbanística”. El 182 dispone que “la
política de desarrollo urbanístico, ejecutada por el Poder Público Municipal,
de acuerdo con las directrices generales fijadas en la ley, tiene por objeto
ordenar el pleno desarrollo de las funciones sociales de la ciudad y garantizar
el bienestar de sus habitantes”. A continuación, establece una serie de instrumentos
concretos que pone a disposición de los municipios (recordemos que Brasil, al
igual que Argentina, es un país federal con autonomías municipales). Entre esos
instrumentos, la subdivisión o edificación obligatorias de parcelas urbanas
vacantes en áreas consolidadas y el impuesto predial progresivo en el tiempo.
Lo que los brasileños llaman impuesto predial es el equivalente a nuestro impuesto
inmobiliario, con la diferencia de que allá lo cobran los municipios, que, de
esa manera, y más aún con los instrumentos previstos en la Constitución y
reglamentados en el Estatuto de la Ciudad, tienen una caja de herramientas muy
versátil para gestionar el suelo y para recuperar y reinvertir su valorización,
que se genera como producto de acciones de la comunidad. La aplicación de dichos instrumentos no es
obligatoria para los municipios brasileños, y el panorama de aquellos que han
avanzado por ese camino es muy heterogéneo. Es interesante destacar el caso de la
Prefeitura de Sao Paulo, que en medio de tremendas y obvias dificultades ha
logrado poner en marcha un sistema integrado de mecanismos sofisticados de planificación
y gestión del desarrollo urbano. Con estos instrumentos ha implementado un
proceso de regularización y mejora de favelas y de construcción de viviendas e
infraestructura para relocalizar habitantes de asentamientos irrecuperables.
El interrogante
surge naturalmente: ¿estamos frente a un genuino avance hacia el logro de
ciudades más prósperas, sostenibles y equitativas, o se trata de una mera
declamación cargada de simbolismo y de corrección política en un contexto de
desigualdades urbanas persistentes, sin el vínculo concreto a las
“efectividades conducentes” que harían posibles los ambiciosos objetivos que se
plantean (por ejemplo, la articulación con la política tributaria)?
Podría decirse que estamos
a priori frente a un avance interesante, más allá de las críticas puntuales que
pueda merecer la redacción o la técnica legislativa adoptadas. Pero el éxito, o
el fracaso, dependerán de leyes reglamentarias, voluntad política articulada en
diversos niveles y presupuestos acordes; sin ellas, el derecho podría quedar en
"letra muerta".
Se requerirán por
lo tanto normas operativas, recursos y gestiones articuladas sostenidas en el
tiempo; de lo contrario se correrá el riesgo de repetir fracasos de otros
países, donde los derechos existen sólo en el papel.
Esta reforma podría
ser solo un capítulo más en la crónica de promesas incumplidas o bien el inicio
de un proceso virtuoso que lleve a la posibilidad de construir mejores ciudades
y mejor ciudadanía. Las políticas públicas irán resolviendo ese dilema, en un
sentido u otro.
Publicado en el
diario La Calle el 12 de octubre de 2025.
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