Por José Antonio Artusi
A alguien que
recorra hoy las calles de Budapest, la bella capital de Hungría, probablemente
le resulte difícil imaginarlas tal como eran hace 69 años, cuando se
constituyeron en el escenario de algunos de los enfrentamientos que se dieron
en el marco de una rebelión que sería conocida como el "Otoño Húngaro”, un
movimiento que canalizó el anhelo de libertad de un pueblo oprimido que se
enfrentó al yugo del imperialismo soviético.
Ocurrida en diversas
ciudades de Hungría durante los meses de octubre y noviembre de 1956, esta
revuelta sacudió las bases del bloque comunista y expuso las contradicciones y miserias
del estalinismo soviético, apenas tres años después de la muerte de Stalin. En
un mundo aún marcado por las secuelas de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra
Fría, los eventos de Hungría se convirtieron en un símbolo de resistencia
contra la dominación extranjera y el autoritarismo ideológico.
Lo que comenzó como
una protesta estudiantil pacífica contra el régimen comunista impuesto por la
Unión Soviética, rápidamente se transformó en una revolución nacional que
demandaba libertad, democracia y la retirada de las tropas rusas. Este episodio
no solo marcó un hito en la Guerra Fría, sino que ofrece lecciones cruciales
para el mundo actual, donde la democracia liberal en Europa enfrenta amenazas
internas de tendencias autoritarias y populistas, así como externas
provenientes tanto de la ambición hegemónica del persistente imperialismo ruso como
de movimientos fundamentalistas teocráticos anclados en la yihad islámica que
no comparten los valores universalistas de la modernidad occidental.
Para comprender el
contexto, es necesario retroceder a la posguerra. En Hungría, poco después del
fin de la Segunda Guerra Mundial, y bajo el manto de la "liberación",
el Ejército Rojo impuso un régimen comunista liderado por Mátyás Rákosi, un
estalinista ortodoxo que replicó el modelo soviético: colectivización forzada
de la agricultura, industrialización acelerada a costa de la población,
represión política mediante la policía secreta (ÁVH) y un culto a la
personalidad que sofocaba cualquier disidencia. La economía húngara, ya
debilitada, se hundió en la ineficiencia y la escasez, mientras miles eran
enviados a campos de trabajo o ejecutados en purgas. La muerte de Stalin en
1953 y el subsiguiente "deshielo" promovido por Nikita Jruschov en la
Unión Soviética abrieron una ventana de esperanza. En su discurso ante el XX
Congreso del Partido Comunista soviético en febrero de 1956, Jruschov denunció
los crímenes de Stalin, lo que desencadenó olas de descontento en los países satélites,
como Polonia y Hungría.
En Budapest, el
fermento intelectual y estudiantil fue el catalizador de la revuelta. El 23 de
octubre de 1956, miles de estudiantes universitarios de Budapest se congregaron
en una manifestación pacífica, inspirados por las protestas polacas en Poznan pocos
meses antes. Exigían reformas: libertad de prensa, elecciones multipartidistas,
retirada de las tropas soviéticas y el fin de la represión. Lo que comenzó como
una marcha ordenada escaló rápidamente cuando la multitud derribó la estatua de
Stalin en la Plaza de los Héroes, un acto simbólico de rechazo al dominio
extranjero. Al anochecer, los manifestantes se dirigieron a la sede de la Radio
Húngara para difundir sus demandas, pero fueron recibidos con fuego por la ÁVH.
Este incidente encendió la chispa: la rebelión se extendió por la ciudad, con
trabajadores uniéndose a los estudiantes, armados con botellas molotov y armas
improvisadas. Para la medianoche, Budapest era un hervidero de barricadas y
combates callejeros.
El gobierno
comunista, encabezado por Ernő Gerő, un fiel a Rákosi, solicitó la intervención
soviética inmediata. Tanques rusos entraron en la capital el 24 de octubre,
pero en lugar de sofocar la rebelión, la avivaron. Los húngaros, con una
tenacidad que recordaba sus tradiciones independentistas –desde las revueltas
contra los Habsburgo hasta la resistencia antifascista–, respondieron con acciones
de guerrilla urbana. En provincias como Győr y Debrecen, consejos obreros
tomaron el control local, evocando los sóviets de la Revolución Rusa de 1917,
pero con un giro anticomunista: demandaban apertura democrática y libertad, no
dictadura del proletariado.
En este caos,
emergió la figura de Imre Nagy, un comunista reformista que había sido
marginado por Rákosi. Nombrado primer ministro el 24 de octubre, Nagy intentó
navegar entre la lealtad a Moscú y las demandas populares. Inicialmente,
prometió reformas y un alto el fuego, pero la presión de las calles lo empujó
más allá: el 28 de octubre, anunció la retirada soviética de Budapest, la
disolución de la ÁVH y la formación de un gobierno multipartidista. Partidos
históricos como el de los Pequeños Propietarios y el Socialdemócrata
resurgieron, y el cardenal József Mindszenty, liberado de prisión, simbolizó la
restauración de la libertad religiosa. Por unos días, Hungría vivió una efímera
primavera con aires de libertad en pleno otoño: periódicos independientes
circulaban, sindicatos libres se organizaban y la bandera nacional, con el
escudo comunista recortado, flameaba en las calles.
Sin embargo, esta
ilusión de liberación fue breve. Jruschov, temiendo un efecto dominó detrás de
la “cortina de hierro” en el bloque comunista, decidió aplastar el intento
reformista. El 1 de noviembre, Nagy declaró la neutralidad de Hungría y su
salida del Pacto de Varsovia, un paso que Moscú interpretó como una traición
inaceptable. Tres días después, el 4 de noviembre, varias divisiones soviéticas
invadieron el país. Budapest fue bombardeada sin piedad; el Parlamento y
barrios enteros quedaron en ruinas. Los insurgentes resistieron heroicamente
durante una semana, pero la superioridad militar rusa fue abrumadora. Nagy
buscó refugio en la embajada yugoslava, pero fue traicionado y entregado a los
soviéticos. János Kádár, un comunista prosoviético, fue instalado como nuevo
líder, inaugurando una era de represión que duró hasta 1989.
Las cifras dan una
idea de la magnitud de la tragedia: al menos 2.500 húngaros murieron, 20.000
fueron heridos y 200.000 huyeron al Oeste, convirtiéndose en refugiados que
Occidente acogió como héroes de la libertad. Del lado soviético, cayeron unos
700 soldados. Nagy y otros líderes fueron juzgados en secreto y ejecutados en
1958, sus cuerpos enterrados en fosas comunes. La ONU condenó la intervención,
pero la inacción occidental dejó un amargo sabor de abandono.
Desde una
perspectiva histórica, el Otoño Húngaro no fue solo una revuelta anticomunista,
sino un llamado a avanzar hacia el logro de un gobierno humanizado, que hiciera
realidad los reclamos de libertad, igualdad, y efectiva participación ciudadana.
Sin embargo, el aplastamiento soviético reforzó la Guerra Fría, demostrando que
Moscú no toleraría desviaciones. El Otoño Húngaro fue un precursor de la
Primavera de Praga en 1968, y de las huelgas del sindicato Solidaridad en
Polonia en los ´80, culminando con la caída del Muro de Berlín en 1989.
En un mundo donde
resurgen autoritarismos disfrazados de progresismo o nacionalismo, la revuelta
de 1956 nos insta a recordar la necesidad de defender el pluralismo, la
libertad de expresión, la universalidad de los derechos humanos y la soberanía
popular. Hoy, Hungría, Europa, Occidente y el mundo entero enfrentan nuevos desafíos,
pero el espíritu democrático de aquel otoño de 1956 sigue siendo motivo de inspiración.
El “Otoño húngaro” nos recuerda la siempre presente necesidad de cuidar y
fortalecer la democracia republicana todos los días.
Publicado en el diario La Calle el 26 de octubre de 2025.

No hay comentarios.:
Publicar un comentario