lunes, 8 de diciembre de 2025

RIVADAVIA Y URQUIZA, O LA FALSA CONTRADICCIÓN FUNDAMENTAL EN LA ARGENTINA DEL SIGLO XIX (II)

Por José Antonio Artusi

En la columna publicada en esta hoja el 17 de septiembre de 2023 propuse una lectura alternativa de la historia argentina del siglo XIX, dejando atrás la dicotomía tradicional entre unitarios y federales, negando su carácter de “contradicción fundamental”, y proponiendo enfocarnos  en un conflicto más profundo y estructural: el que enfrentó a los impulsores del progreso civilizatorio —imperio de la ley bajo el Estado de derecho, libertad, instituciones republicanas, educación,  laicismo, economía capitalista integrada al mundo, igualdad de oportunidades— con quienes, por acción u omisión, por intereses o por ideología, sostuvieron rémoras retrógradas y reaccionarias heredadas del régimen colonial. A la luz de esta clave interpretativa, Rivadavia y Urquiza aparecen menos como adversarios y más como abanderados de una misma causa, en momentos históricos distintos.

En esta segunda parte avanzamos con más argumentos que refuerzan esa tesis, integrando diversas valoraciones sobre la figura de Bernardino Rivadavia, y examinando cómo su legado intelectual y político encuentra puntos de contacto con la obra de Justo José de Urquiza.

Uno de los aspectos más innovadores del pensamiento rivadaviano fue su enfoque sobre la tierra. Su intento de implantar la enfiteusis buscaba intervenir sobre un problema estructural: el atraso y concentración del espacio rural heredado del orden colonial.

José Luis Romero señala en “Breve Historia de la Argentina” que “grandes extensiones de tierras pertenecientes al Estado solían entregarse a particulares influyentes. Rivadavia elaboró un plan para otorgarlas, según el sistema de la enfiteusis, a pequeños colonos que quisieran radicarse en ellas y explotarlas mediante el pago de una reducida tasa de acuerdo con su valor. Así debían incorporarse a la explotación agrícola – en manos de pequeños productores – las zonas de la provincia que se extendían hasta el río Salado, no sin resistencia de los grandes estancieros del sur, acostumbrados a no reconocer límites a sus establecimientos”. Romero enfatiza el contraste con el accionar de Rosas: “En oposición al principio rivadaviano de no enajenar la tierra pública para permitir una progresista política colonizadora, Rosas optó por entregarla en grandes extensiones a sus allegados. Así se formó el más fuerte de los sectores que lo apoyaron, el de los estancieros”. Más adelante, muestra a su vez, sin decirlo explícitamente, coincidencias entre Urquiza y Rivadavia: “El gobernador Urquiza estimuló en Entre Ríos el mejoramiento del ganado, introdujo merinos y alambró campos… Y esa actitud renovadora se manifestó también en otros aspectos como en el de la educación, en el que Urquiza trabajó intensamente difundiendo la enseñanza primaria y fundando colegios de estudios secundarios en Paraná y en Concepción del Uruguay. Este último habría de adquirir muy pronto sólido prestigio en todo el país”. José Luis Romero destacó que Rivadavia introdujo en Argentina “los modos de pensar de la ciudad moderna”, anticipando una racionalidad que el país tardaría décadas en consolidar.

Urquiza, desde un enfoque más pragmático, retomó muchos de los principios rivadavianos al promover la colonización agrícola, esencialmente en Entre Ríos. Sus colonias eran la versión concreta de lo que Rivadavia había vislumbrado: pequeñas y medianas explotaciones, ocupación efectiva, inmigrantes laboriosos, producción para el mercado interno y externo, y un poblamiento dirigido para consolidar la nación.

Ambos compartieron una visión moderna donde la tierra era un instrumento de progreso y ciudadanía; donde la educación se plantea como el pilar civilizatorio más estable y la herramienta transformadora por excelencia.

Rivadavia hereda el pensamiento de los fisiócratas franceses y su preocupación por la renta del suelo lo vincula conceptualmente con la doctrina que más tarde perfeccionará Henry George. La enfiteusis rivadaviana puede ser así interpretada como un sucesor del “impot unique” de los fisiócratas y un antecedente del "single tax" (impuesto único) georgista.

Arturo Capdevila llegó a sostener que “Henry George y Bernardino Rivadavia quieren una sola y misma cosa: la libertad de la tierra y con ella la grandeza efectiva de las democracias, el último día del feudalismo, el reinado de la justicia social, el pleno triunfo de la libre voluntad de cada hombre. Del Norte al Sur se pueden alegrar las banderas fraternas con este signo de concordia y de paz. La enfiteusis rivadaviana – la que Rivadavia ideó – y el principio georgista de la paulatina absorción de la renta, constituyen el mismo reiterado evangelio. Acaso Rivadavia, segundo Colón, no supo cuan dilatado era el mundo que descubría. George en cambio lo supo muy bien. No hay otra diferencia entre los dos.” (“El testimonio de Rivadavia y de Henry George”, Repertorio Americano, Costa Rica, 1927). 

Urquiza, como Rivadavia, entendió la importancia de la educación pública. El Colegio del Uruguay, el primero laico de la Argentina, y las escuelas normales de Paraná y Concepción del Uruguay, producto del entendimiento entre Urquiza y Sarmiento, se complementaron luego con las escuelas de las colonias y las ciudades, constituyendo un laboratorio social donde se formaba una ciudadanía alfabetizada y laboriosa.

Con sentido estratégico, Urquiza se apoyó en la acción concreta en lo político y económico: unión y organización nacional, apertura de los ríos, tratados comerciales, fomento de la inmigración, apoyo a la industria y al comercio. Su federalismo no buscaba cerrar la economía sino integrarla, y su visión del desarrollo era tan pluralista como competitiva.

Ambos coincidieron en que la Argentina debía producir, comerciar y atraer gente, y que para ello eran indispensables instituciones estables y un horizonte de paz.

En tiempos recientes, el economista Eduardo Conesa ha ofrecido un reconocimiento profundo de la modernidad económica de Rivadavia. Sus aportes y los de otros autores ayudan a visualizar que Rivadavia comprendió el daño estructural del latifundio improductivo; intentó crear un sistema fiscal moderno, asociado a la tierra y la producción; defendió la competencia y el libre comercio; concibió un Estado capaz de facilitar —no sustituir— la iniciativa privada; promovió la inmigración como capital humano esencial para el desarrollo.

La Constitución de 1826, aunque frustrada, incorporaba lineamientos que luego reaparecerían en 1853: garantías individuales, organización nacional, división de poderes, Estado laico, centralidad del Congreso.

Urquiza hizo lo que Rivadavia no pudo hacer: convocar, sancionar y someter a funcionamiento una Constitución nacional. El federalismo de 1853 tomó elementos del modelo unitario de 1826, y los adaptó a la realidad del país. En este sentido, Urquiza aparece como el realizador histórico de la arquitectura institucional que Rivadavia había imaginado.

Todo ello permite entender mejor cómo Urquiza —en otro tiempo, con otros instrumentos,— retoma y actualiza muchas de las intuiciones rivadavianas. No fueron lo mismo, pero tampoco estuvieron en las antípodas: protagonizaron momentos sucesivos de la misma revolución civilizadora.

La lectura clásica, que enfrenta a Rivadavia y Urquiza como exponentes de bandos irreconciliables, oscurece una verdad más profunda: ambos trabajaron para organizar la nación, introducir la modernidad y consolidar un orden basado en la Constitución, la libertad, la igualdad, la educación, la inmigración, la producción y la apertura económica.

Rivadavia y Urquiza no deben ser leídos como adversarios sino como aliados a través del tiempo: uno trazó algunos planos; el otro comenzó a construir los cimientos de la organización nacional.

En ellos descansa buena parte de la larga construcción de la Argentina moderna.

 

Publicado en el diario La Calle el 7 de diciembre de 2025.

Leer más...

MARK TWAIN, A 190 AÑOS DE SU NACIMIENTO

Por José Antonio Artusi

Samuel Langhorne Clemens, más conocido por su seudónimo, Mark Twain, nació en Florida, Misuri, el 30 de noviembre de 1835 y murió en Redding, Connecticut, el 21 de abril de 1910. Fue un célebre escritor norteamericano.

Si bien las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn constituyen lo más conocido de su obra literaria, su pensamiento, a menudo corrosivo y profundamente inconformista, merece una atención renovada. En ese examen, un nombre emerge con la fuerza de un ancla ideológica en el tempestuoso mar del capitalismo de la Edad Dorada en Estados Unidos: Henry George.

La vida de Mark Twain abarcó el tránsito de un país todavía eminentemente rural a la potencia industrial y financiera del siglo XX. Fue testigo, y a menudo crítico ácido, de la deslumbrante época que él mismo, junto a Charles Dudley Warner, bautizó como "The Gilded Age" (La Edad Dorada). Esta era, brillante en su superficie de progreso técnico y acumulación de riqueza, ocultaba un núcleo podrido de especulación, corrupción y, sobre todo, una creciente inequidad social.

La sátira de Twain, desde “Un yanqui en la corte del rey Arturo” hasta sus ensayos más tardíos y oscuros, no era un mero pasatiempo; era un bisturí sociológico. Su pluma diseccionó la hipocresía religiosa y la noción de que los monopolios y la especulación con los valores de la tierra justificaban la concentración obscena de la riqueza. Aquí es donde su trayectoria converge con la del economista y periodista Henry George.

Henry George, un autodidacta con una vida marcada por la precariedad hasta la publicación de su obra cumbre, se convirtió en una figura de renombre en 1879 con la aparición de “Progreso y Miseria”. El título mismo ya es una tesis: ¿por qué el progreso material por sí solo, lejos de erradicar la pobreza, parece en ocasiones agudizar las diferencias sociales?

George ofreció una respuesta que, en su sencillez y radicalidad, sigue interpelando a nuestra contemporaneidad: la causa de la miseria persistente reside en la apropiación privada de la renta económica de la tierra. Para Henry George, la Tierra y sus recursos son un don de la Creación, un patrimonio común. El valor que emana del crecimiento demográfico, la inversión pública en obras, servicios y equipamientos, y el desarrollo comunitario –lo que hoy llamamos valor locacional o plusvalía urbana– es una renta no ganada.

El georgismo postula, como solución, el Impuesto Único sobre el Valor de la Tierra. No se trata de colectivizar la tierra en el sentido socialista, sino de socializar su valorización producto del esfuerzo de la comunidad en su conjunto. Se trata de que el Estado recaude el valor total de esa renta no ganada, dejando en paz el fruto del trabajo y el capital productivo. Si se recauda con eficiencia este valor generado socialmente, argumentaba George, se podrían eliminar todos los demás impuestos al trabajo, al comercio y a la inversión productiva. Es, en esencia, la defensa de un mercado libre que, sin embargo, debe tener un anclaje ético y distributivo en el patrimonio común. George complementa su propuesta con una contundente defensa del libre comercio por sobre el proteccionismo.  

La relación de Twain con el ideario de George no fue tangencial, sino de una profunda y reflexiva adhesión. Samuel Clemens y Henry George se conocieron en sus años formativos en California, y la admiración mutua se consolidó cuando George alcanzó la fama mundial. Twain se sintió inmediatamente atraído por la lógica implacable de George y por su profunda convicción moral.

Twain vio en la tesis georgista la explicación y el remedio para la enfermedad de la Edad Dorada. La especulación con los valores de la tierra era para él el cáncer que carcomía el tejido social norteamericano. ¿Qué mérito tiene un hombre que se enriquece simplemente poseyendo un terreno sobre el que otros construyen, trabajan y generan valor? Twain sentía el mismo desprecio por el rentista improductivo que George había articulado en términos económicos.

El punto culminante de esta adhesión se encuentra en 1889, cuando Twain –bajo el seudónimo satírico de "Twark Main"– contribuyó con un ensayo titulado "Archimedes" al periódico georgista The Standard, fundado por George. En este mordaz texto, Twain utiliza la famosa palanca de Arquímedes para ilustrar que, si se le diera una palanca para mover el mundo, el peor de los usos sería entregársela a un especulador para que la usara en su beneficio privado. Es una denuncia clara de cómo el derecho absoluto de apropiación de la valorización del suelo se convierte en una herramienta para explotar el trabajo ajeno.

En una carta a William Dean Howells, Twain llegó a decir que el libro de George era "la más grande, la más simple y la más bella de todas las concepciones económicas." No era un simple aplauso; era una convicción intelectual. El georgismo complementaba el republicanismo radical de Twain y su aversión a las oligarquías, ya fueran de cuna o de dinero. Twain entendió que la apropiación privada de la valorización del suelo era la base de una nueva forma de feudalismo.

A 190 años de su nacimiento, la sátira de Mark Twain sigue teniendo una actualidad notable. Y su afinidad con Henry George nos obliga a mirar el espejo de nuestra propia realidad. ¿Acaso no es la concentración de la renta inmobiliaria y la especulación sobre el suelo urbano uno de los grandes generadores de desigualdad en nuestros países, incluidos el nuestro?

En muchas ciudades, la inversión pública en infraestructura se traduce inmediatamente en un aumento del valor de la tierra que rodea la obra. Ese aumento de valor –esa renta no ganada– no revierte a la comunidad que lo generó, sino que engrosa el patrimonio de los propietarios del suelo. Esto crea un círculo vicioso: la necesidad de financiar el progreso mediante impuestos al trabajo y a la producción, regresivos y distorsivos.

El siglo XX nos alejó del debate sobre el georgismo, desplazado por las grandes narrativas de la economía neoclásica y el socialismo de Estado. Sin embargo, la crisis de la vivienda, la persistencia de la pobreza, la exclusión social y la hiperconcentración de la riqueza nos devuelven al punto de partida de Henry George.

La efeméride puede ser una buena excusa para leer o releer a Mark Twain –no sólo sus ficciones, sino también sus ensayos–, y a través de él, redescubrir la fuerza liberadora del ideario georgista. Twain y George, en el fondo, lucharon por lo mismo: un mundo donde la igualdad de oportunidades no fuera una quimera y donde nadie pudiera vivir del sudor de los demás. El humor irreverente de Mark Twain, aliado con la lógica austera pero potente de Henry George, nos recuerda la necesidad de un sistema fiscal que no castigue la creación de riqueza, sino que recupere para la comunidad aquella riqueza que es, por naturaleza y por derecho, común.

A 190 años de su nacimiento, Mark Twain nos sigue recordando que no puede haber progreso verdadero mientras la miseria persista y mientras el valor creado por la sociedad sea apropiado injustamente por algunos pocos. Una verdad incómoda, y a veces difícil de comprender, pero todavía necesaria.

 

Publicado en el diario La Calle el 30 de noviembre de 2025.

Leer más...