lunes, 29 de diciembre de 2025

ROSAS Y MITRE

Por José Antonio Artusi

Así como Bernardino Rivadavia y Justo José de Urquiza no fueron lo mismo, pero tampoco estuvieron en las antípodas, puede ensayarse un paralelismo similar entre Juan Manuel de Rosas y Bartolomé Mitre. El “federal” Rosas y el “unitario” Mitre, desde una mirada más profunda y atendiendo a claves interpretativas estructurales, no resultarían tan distintos como suele suponerse.

Ambos gobernaron desde una concepción centralista del poder, antepusieron los intereses de Buenos Aires a los del conjunto de la Nación y procuraron subordinar a las demás provincias. En ese empeño, recurrieron sin vacilaciones al uso de la violencia. Las diferencias de lenguaje político y su utilización como impostura —“federalismo” en un caso, “liberalismo” en el otro— no impidieron que el resultado práctico fuera en algunos aspectos similar.

En la introducción a Cartas inéditas de Juan Bautista Alberdi a Juan María Gutiérrez y a Félix Frías, Jorge M. Mayer y Ernesto A. Martínez sostienen que “la presidencia de Mitre sería funesta para la República. Representaba los mismos intereses que Rosas, seguía la misma política y los resultados fueron iguales. Después de someter las provincias al dominio porteño, con la ayuda de los procónsules orientales, se lanzó como su antecesor, a la aventura de la Banda Oriental. El mitrismo “era el rosismo cambiado de traje”.” 

Una de las críticas más severas al mitrismo provino del uruguayo Luis Alberto de Herrera. En El drama del 65. La culpa mitrista, Herrera sostuvo que la Guerra del Paraguay no fue un desenlace fatal ni inevitable, sino el producto directo de la política exterior del gobierno argentino. Según su análisis, la diplomacia mitrista desempeñó un papel decisivo en la gestación del conflicto y comprometió a la Argentina en una guerra que no respondía a intereses nacionales propios. Herrera denunció, además, la subordinación del gobierno de Mitre a los intereses del Imperio del Brasil y lo acusó de haber actuado como ejecutor de una empresa ajena a la causa argentina. Alberdi llegará a denunciar que la guerra se hacía "en servicio de la Provincia de Buenos Aires que le tiene monopolizada (al país) toda su renta pública, todo su crédito, todo su comercio directo, toda su vida política".

Es en la obra de Juan Bautista Alberdi donde la crítica a Mitre adquiere una profundidad estructural decisiva. Para Alberdi, el núcleo del problema político argentino no residía en las personas sino en la organización material del poder. La concentración fiscal y comercial en Buenos Aires —particularmente el monopolio de la Aduana— constituía, a su juicio, la fuente real de la dominación política. Esa estructura había hecho posible el rosismo, no fue desmontada tras Caseros y continuó operando luego de Pavón.

Alberdi formula con claridad esta idea al sostener que la tiranía no debe buscarse en el tirano individual, sino en el control exclusivo de la Aduana porteña. Desde esa perspectiva, la derrota de Rosas no implicó la desaparición del sistema que lo había sustentado. Por el contrario, ese sistema sobrevivió bajo formas constitucionales y republicanas, conservando intacta su base económica: "la revolución del 11 de setiembre de 1852, hecha a los seis meses de derrocado Rosas, contra su vencedor, fue la restauración del rosismo sin Rosas y sin mazorca; pero lo fue completamente en el orden económico de cosas, que contiene el verdadero poder despótico".

La Constitución bonaerense fue calificada por Alberdi como "la excepción atrasada de todas las demás constituciones de provincia. Es una especie de constitución feudal. Ella restablece o conserva una aduana interior o provincial, un tesoro de provincia, un ejército y una diplomacia provinciales"

Alberdi fue severo con la forma en que, tras Pavón, Mitre asumió el mando nacional sin cumplir plenamente el espíritu de la Constitución de 1853. Aunque la Aduana fue declarada nacional, Alberdi denunció que Buenos Aires conservó de hecho el control de sus beneficios. Esta nacionalización meramente formal constituyó una estafa constitucional: el nombre cambió, pero el poder siguió concentrado en el mismo lugar. El lenguaje político cambió, pero la práctica —la imposición del poder porteño sobre el interior— permaneció.

Alberdi advirtió que ni el unitarismo ni el federalismo porteño habían alterado la realidad profunda del país: Buenos Aires seguía gobernando porque concentraba la riqueza, el comercio exterior y los recursos fiscales. Esa superioridad material permitía utilizar al Estado nacional como instrumento de dominación económica y política sobre las provincias, vaciando de contenido el proyecto de una verdadera organización nacional.

La cuestión de la tierra refuerza este paralelismo. Durante el gobierno de Rosas, el espíritu original de la Ley de Enfiteusis de 1826 fue progresivamente desvirtuado. Las tierras públicas, concebidas inicialmente como un instrumento para fomentar la colonización y la producción mediante arrendamientos a largo plazo, fueron en muchos casos enajenadas en favor de amigos y parientes, favoreciendo la concentración en manos de grandes propietarios y consolidando una estructura latifundista y rentista, que premió la especulación y castigó la producción.

Los gobiernos posteriores, pese a algunos intentos (las colonias de Urquiza, los “100 Chivilcoy” de Sarmiento, un proyecto frustrado de Roque Saenz Peña) no revirtieron este proceso. El economista Eduardo Conesa ha señalado que una de las omisiones más graves de la generación del 80 fue la falta de un impuesto a la renta de la tierra libre de mejoras, una ausencia que contribuyó a perpetuar la desigualdad estructural en el acceso al suelo.

Mas allá de las loas a Rivadavia, Mitre jamás lo entendió cabalmente, y si lo hizo lo disimuló muy bien. Con relación a la enfiteusis llegó a calificarla de “comunista”. En una polémica con Carlos Tejedor dirá que “una de las grandes cuestiones que ha suscitado el comunismo, es la de la propiedad de las tierras, y los comunistas han dicho: la propiedad es un robo, el mal grande de las sociedades modernas está en entregar la propiedad pública al dominio privado; la propiedad de la tierra no debieran darla los gobiernos, dicen ellos, sino conservarla para la comodidad y uso común de los ciudadanos. Pues bien, esto es lo que representa la enfiteusis, …”. Más allá del pobre conocimiento de Mitre del comunismo y de las bases teóricas de la enfiteusis, Rivadavia se debe haber revolcado en su tumba.

Así, más allá de las diferencias de estilo, discurso y contexto histórico, Rosas y Mitre aparecen como expresiones distintas de una misma matriz de poder: la centralización política y económica en Buenos Aires, el monopolio de la Aduana, el uso de la fuerza contra el interior y la subordinación del proyecto nacional a los intereses del puerto.

 

 Fuentes:

Alberdi , Juan Bautista. Cartas inéditas a Juan María Gutíerrez y a Félix Frías . Buenos Aires: Editorial Luz del Día, 1953.

—. Escritos póstumos. Buenos Aires: Imprenta de la Nación, 1895.

Conesa, Eduardo. "El impuesto al valor de la tierra libre de mejoras y la reforma integral del sistema impositivo argentino." Eduardo Conesa. 2014. https://www.eduardoconesa.com.ar/pdf/a-2014i.pdf.

Herrera, Luis Alberto de. El drama del 65. La culpa mitrista. Montevideo: Dornaleche y Reyes, 1918.

Jasinsky, Alejandro, Julieta Caggiano , Irana Sommer , and Matías Oberlin. "El acceso a la tierra en tiempos de organización nacional." Instituto Tricontinental de Investigación Social . n.d. https://thetricontinental.org/wp-content/uploads/2024/08/Acceso-a-la-tierra_Cuaderno3-2.pdf.

Peña, Milcíades. La era de Mitre. Buenos Aires: Pedro Sirera, 1968.

 

Publicado en el diario La Calle el 28 de diciembre de 2025.

Leer más...

jueves, 25 de diciembre de 2025

JULIÁN SEGUNDO DE AGÜERO

Por José Antonio Artusi

Julián Segundo de Agüero nació en Buenos Aires el 31 de enero de 1776 y murió en Montevideo el   17 de junio de 1852. La Real Academia de la Historia nos brinda esta reseña biográfica: “Hijo de Diego de Agüero y Petrona Alcántara de Espinosa. Cursó estudios en el Colegio de San Carlos. En 1797 obtuvo el título de doctor en Teología en la Universidad de San Felipe, en Santiago de Chile, y el de bachiller en Cánones y Leyes en 1799, año en el que fue ordenado sacerdote. Durante dos años regentó en esa Universidad la cátedra de Teología de Prima. En 1801 regresó a Buenos Aires y rindió ante la Real Audiencia Pretorial el examen reglamentario para inscribirse en la matrícula de abogado. Ese tribunal lo nombró al año siguiente defensor de pobres. En 1803 fue párroco de Cañada de la Cruz y al año siguiente ejerció funciones interinas de cura en la iglesia catedral de Buenos Aires. En 1805 fue fiscal general. En 1808 recibió por concurso y en propiedad el primer curato de la catedral y en 1810 la canonjía magistral. Asistió al cabildo abierto del 22 de mayo, pero se retiró antes de emitir su voto. Se mantuvo políticamente prescindente hasta 1817 cuando, con motivo de la conmemoración del 25 de mayo de 1810 pronunció una oración favorable a la independencia en la catedral. En 1821 fue elegido diputado a la legislatura de Buenos Aires, de la que fue presidente ese mismo año. En 1822 fue uno de los fundadores de la Sociedad Literaria de Buenos Aires. Participó en el Congreso General Constituyente de 1824 y fue ministro de Gobierno en 1826. Además, durante 1826 y 1827 colabora como periodista en El Duende de Buenos Aires. Durante el período de organización nacional militó en el partido unitario, por lo que en 1832 debió emigrar a Montevideo, donde tomó parte en la organización de la lucha contra Rosas. En 1835, presionado por la Iglesia para volver a sus funciones, tuvo que abandonar los hábitos sacerdotales. Sus restos fueron repatriados en 1880 y reposan en el Panteón de los Canónigos de la catedral de Buenos Aires”.

Clemente Leoncio Fregeiro, en su obra “Vidas de argentinos ilustres”, y en referencia a ese discurso de Agüero en 1817, recuerda que  “Juan María Gutiérrez al apreciar esa pieza de oratoria sagrada, ha dicho que bajo formas discretas y llenas de gala, Agüero justificó en ella de una manera concluyente y nueva la razón de la Independencia argentina; mostrando al mismo tiempo cuales eran las condiciones que la autoridad pública debía revestir en una sociedad llamada a vivir y progresar bajo el amparo de las austeras virtudes de la democracia”.

Si alguien recurre a Wikipedia para saber quién fue Julián Segundo de Agüero, no encontrará ni una vez la palabrita “enfiteusis”; siendo que como ministro de Bernardino Rivadavia fue uno de los ideólogos y defensores de la ley que estableció ese sistema. Andrés Lamas considera que “la ley agraria, iniciada por Rivadavia, sólo fue aceptada después de estudios y de meditaciones prolongadas. El expositor más claro y convencido de los motivos y de los propósitos de esa ley, fue el doctor D. Julián S. de Agüero, una de las inteligencias más trascendentales y bien nutridas de su época. Por desgracia, esos motivos y esos propósitos pasaron casi desapercibidos para la generalidad, preocupada de cuestiones más ardientes: no se popularizó su conocimiento, no se hicieron conciencia ni opinión pública, quedando encerrados en aquel grupo de pensadores distinguidos que la reacción contra las ideas del Sr. Rivadavia arrojó de la escena de su país. Al amparo de esa reacción, la legislación antigua fue recobrando su imperio; y el retroceso llegó tan lejos, que no sólo se enajenaron las tierras enfitéuticas, sino que se premiaron con tierras públicas los servicios militares, repartiéndolas como se hacía con las antiguas legiones romanas.”

En las sesiones en las que se trata el proyecto de ley el ministro Agüero la defendió con solvencia y demostrando una sólida formación económica. Sostuvo que “podría fijarse en la ley que la enfiteusis fuese perpetua, porque la Nación debe conservar perpetuamente el dominio de las tierras. Extiéndase a cien años si se quiere el contrato, pero fíjese el canon a los 10 años”. Según Lamas, esas palabras “contienen todo el sistema. Estaba todo dicho y con claridad”.   

Alberto Palcos recuerda que “la enfiteusis, dice y repite el ministro Agüero, “va a fundar la primera de nuestras rentas públicas”. Determinará, opina Paso, la opulencia del Estado, su prosperidad actual y futura. Nadie habla de hacerla recurso único del tesoro; el principal, sí. Andrés Lamas, no obstante, afirma rotundamente que serviría para abolir totalmente las aduanas. La seriedad de este investigador y la circunstancia de que trató personalmente a los paladines del proyecto nos induce a sospechar que quizá la escuchó en boca de alguno de ellos, como una de esas aspiraciones ideales que se forjan los espíritus que avizoran las proyecciones futuras de las magnas iniciativas”. Más adelante Palcos enfatiza que “denotan el cabal concepto del papel social del impuesto estas consideraciones del ministro Agüero: “El valor del terreno crece en la misma proporción en que crece el país”; y argumenta que “al adelanto general, más que al trabajo y a las mejoras introducidas por los propietarios, se debe, pues, el acrecentamiento del valor de los campos. Justo es, entonces, que sus poseedores devuelvan al Estado algo de lo debido al aporte de la colectividad, después de retener lo incrementado por el propio esfuerzo. Tales los fundamentos del impuesto al mayor valor del suelo. Improcedente fuera exigir su aplicación acabada en aquellos tiempos, y menos en países que todavía se hallaban en la etapa inaugural dé su ordenamiento agrario y financiero”.

Andrés Lamas explica de esta manera el fracaso de esa experiencia de gobierno: “Ah!, ¡ni Rivadavia ni sus hombres conocían el interior ni a los hombres del interior! Creían en la omnipotencia de las teorías y de las fórmulas. Confiaban demasiado en que la causa del orden y de la cultura había de imponerse por su sola virtualidad. Antes de alejarse, don Julián Segundo de Agüero afirmaba aún con convicción candorosa: "Seremos llamados de nuevo. Esto es transitorio. Hemos de volver". Lo que vino después era el más negro de los desengaños”, en alusión obvia a la larga noche rosista, que entre otros retrocesos desvirtuó por completo la enfiteusis e inició el camino de su desaparición. Quienes sucedieron a Rosas, paradójicamente, - y con honrosas excepciones -hicieron bien poco para intentar rescatar el precursor instrumento legal del presidente Bernardino Rivadavia y su ministro Julián Segundo de Agüero. Las consecuencias de no seguir esa senda fueron calamitosas.

 

Fuentes:

Fregeiro, Clemente Leoncio. "Vidas de argentinos ilustres." Wikisource. n.d. https://es.wikisource.org/wiki/Juli%C3%A1n_Segundo_de_Ag%C3%BCero_(VAI).

Lamas , Andrés. Rivadavia y la legislación de las tierras públicas. Buenos Aires: Ediciones Populares Bernardino Rivadavia, n.d.

Lamas, Andrés. Rivadavia, su obra política y cultural. Buenos Aires: La Cultura Argentina, 1915.

Palcos, Alberto. Rivadavia, ejecutor del pensamiento de Mayo. La Plata : Universidad Nacional de La Plata , 1960.

Real Academia de la Historia. "Julián Segundo de Agüero ." Historia Hispánica. n.d. https://historia-hispanica.rah.es/biografias/691-julian-segundo-de-aguero.

 

Publicado en el diario La Calle el 21 de diciembre de 2025.

Leer más...

sábado, 20 de diciembre de 2025

ARTURO MOR ROIG: UN DEMÓCRATA EN TIEMPOS DE OSCURIDAD

Por José Antonio Artusi

Arturo José Mor Roig nació en Lérida, Cataluña, España, el 14 de diciembre de 1914 y murió en San Justo, Provincia de Buenos Aires, Argentina, el 15 de julio de 1974. Hay efemérides que nos obligan a detenernos un momento. Son pequeñas interrupciones en el ritmo cotidiano que nos recuerdan que la historia, cuando se la mira con honestidad, siempre está dispuesta a enseñarnos algo. Se cumplen hoy 111 años del nacimiento de Arturo Mor Roig, y su vida —tan dedicada a la política, tan golpeada por la violencia— merece ser evocada con la serenidad y el respeto que se reserva a quienes procuraron honrar la democracia sin estridencias ni soberbia.

Llegó a la Argentina de niño junto a su familia. Como ocurrió con tantos inmigrantes a nuestro país, su identidad cívica y su integración social se formó entre la gratitud, la educación, el trabajo y la voluntad firme de participar en la vida pública. Su familia se radicó primero en San Pedro, y tras egresar como abogado de la UBA se afincó primero en Arrecifes y luego en San Nicolás de los Arroyos, donde se casó y tuvo cuatro hijos. Completó su formación académica con un doctorado en Ciencia Política en la Universidad Católica Argentina. Mor Roig se afilió a la Unión Cívica Radical en 1939 y comenzó una militancia que lo llevaría a ser concejal en San Nicolás y senador provincial entre 1953 y 1955. En el cisma del radicalismo en 1957 optó por la UCR del Pueblo y acompañó a Ricardo Balbín en las elecciones presidenciales de 1958, que consagrarían a Arturo Frondizi. En 1958 fue electo nuevamente senador provincial, y presidió el bloque minoritario de la UCRP. En 1963 fue electo diputado nacional y sus pares lo honraron con la presidencia de la cámara, que ejerció entre el 12 de octubre de ese año y el 28 de junio de 1966, cuando la asonada golpista del General Onganía depuso al presidente Illia y disolvió el Congreso. 

Diego Barovero considera que “la decisión de Mor Roig de aceptar el ofrecimiento de conducir el proceso de transición a la democracia desde su gestión como ministro del Interior de un gobierno de facto, es sin duda el aspecto más controvertido de toda su vida pública y su actuación política”. Es así como su espíritu se puso a prueba cuando aceptó, en 1971, el cargo de ministro del Interior del presidente Alejandro Agustín Lanusse. Fue una decisión que abrió debates intensos dentro de la UCR. Tanto, que Ricardo Balbín le dijo que no debía aceptar y Raúl Alfonsín —entonces líder de Renovación y Cambio— pidió su expulsión del partido. La tensión fue real, profunda, casi dolorosa para un radical de su trayectoria. Pero Mor Roig entendía que el país vivía una crisis que no se resolvería ni con gestos puristas ni con malhumores cívicos: había que trabajar para abrir una salida institucional.

Barovero recuerda que “el estado de agitación partidaria generado por la aceptación de Mor Roig determinó que la oposición interna a Balbín castigara muy duramente a ambos, llegando incluso el Dr. Raúl Alfonsín a pedir la expulsión del partido del ministro del Interior. Fue entonces que el propio cuestionado hizo llegar su renuncia como afiliado al Comité de San Nicolás de la Unión Cívica Radical del Pueblo, para no comprometer al partido con su gestión. Dicho Comité tuvo para con su caracterizado afiliado una actitud de consideración y respeto: desestimó la renuncia a la afiliación presentada por el ministro, concediéndole una licencia; algo que no trascendió en su momento”.

Durante su gestión como ministro impulsó la derogación de la legislación que prohibía la actividad partidaria, promovió la creación de la Cámara Nacional Electoral, restituyó bienes confiscados a los partidos y trabajó para la elaboración de un nuevo código electoral que preparara el regreso a las urnas.  Lamentablemente, la Argentina de los años setenta no era hospitalaria con los matices. Mientras algunos dirigentes insistían en defender la democracia aún en la adversidad, la violencia política avanzaba con una lógica propia, impermeable a toda racionalidad. En ese clima, Mor Roig fue transformado en un objetivo. El 15 de julio de 1974, un comando de Montoneros lo asesinó mientras almorzaba en un restaurante de San Justo. Había dejado la función pública. No representaba amenaza alguna. Fue elegido precisamente como símbolo: la violencia buscaba enviar un mensaje a quienes, desde el gobierno de Isabel Perón y desde sectores de la oposición, exploraban caminos de negociación.

Rogelio Alaniz lo expresó claramente: “El criterio del crimen no fue diferente al que se utilizó para asesinar a Rucci: se mataba a alguien no tanto por lo que era o lo que había hecho, sino por lo que representaba simbólicamente. No se mataba ni por amor ni por odio, se mataba por cálculo. Los muchachos arrojaban un cadáver en la mesa de negociaciones como quien arroja un ramo de flores. A Perón le tiraron los restos de Rucci; a Balbín le recordaron quiénes eran los interlocutores a tener en cuenta. Por si alguna duda quedaba respecto de la identidad de los autores y de sus objetivos, las agrupaciones de superficie de Montoneros coreaban en las asambleas universitarias consignas al estilo "Hoy, hoy, hoy... hoy que contento estoy, vivan los Montoneros que mataron a Mor Roig". He conocido a muchos muchachos y chicas que cantaban esas consignas. Quiero creer que lo hacían con la mejor buena fe, que suponían que Montoneros había hecho justicia asesinando a un enemigo del pueblo. Ninguna de estas consideraciones subjetivas impide señalar que festejaban un crimen. Ya no se trataba de matar para defenderse, se mataba por matar y, además, se expresaban grititos de alegría por la muerte”. Alaniz enfatiza que “este hombre honrado, leal a sus convicciones, político de vocación democrática, conservador y católico, no merecía ser asesinado por la espalda en un comedor a la hora de la siesta. Nadie merece morir así y mucho menos por las razones que invocaron los Montoneros”.

Diego Barovero señala que “cuando cesó en el cargo de ministro, Arturo Mor Roig se retiró a la vida privada. Su paso por la administración de facto de Lanusse le había ganado fuertes resistencias y enemistades incluso en el seno de su propio partido. No obstante, desde ningún sector llegó a cuestionarse jamás la hombría de bien, la honradez personal y la probidad de conducta que eran propias de Mor Roig”. La muerte de Mor Roig provocó conmoción. No sólo en el radicalismo: en buena parte de la dirigencia política que veía cómo el país se deslizaba hacia un abismo. Ricardo Balbín lo describió como “una de las pérdidas más dolorosas en la larga noche de la violencia irracional”. Solamente una plaza de San Nicolás recuerda su nombre. Mor Roig nos recuerda que el diálogo no es tibieza, sino coraje. Que el acuerdo no es claudicación, sino inteligencia republicana. Y que la democracia —esa construcción siempre frágil, siempre inacabada— depende más de la templanza que de la furia.

Fuentes:

Alaniz, Rogelio. "El asesinato de Mor Roig." El LItoral. 2008. https://www.ellitoral.com/index.php/diarios/2008/09/27/opinion/OPIN-03.html.

Barovero , Diego. "Arturo Mor Roig: el crimen sin razón." institutoyrigoyen.tripod.com. n.d. https://institutoyrigoyen.tripod.com/morroig.htm.

Publicado en el diario La Calle el 14 de diciembre de 2025.

Leer más...

lunes, 8 de diciembre de 2025

RIVADAVIA Y URQUIZA, O LA FALSA CONTRADICCIÓN FUNDAMENTAL EN LA ARGENTINA DEL SIGLO XIX (II)

Por José Antonio Artusi

En la columna publicada en esta hoja el 17 de septiembre de 2023 propuse una lectura alternativa de la historia argentina del siglo XIX, dejando atrás la dicotomía tradicional entre unitarios y federales, negando su carácter de “contradicción fundamental”, y proponiendo enfocarnos  en un conflicto más profundo y estructural: el que enfrentó a los impulsores del progreso civilizatorio —imperio de la ley bajo el Estado de derecho, libertad, instituciones republicanas, educación,  laicismo, economía capitalista integrada al mundo, igualdad de oportunidades— con quienes, por acción u omisión, por intereses o por ideología, sostuvieron rémoras retrógradas y reaccionarias heredadas del régimen colonial. A la luz de esta clave interpretativa, Rivadavia y Urquiza aparecen menos como adversarios y más como abanderados de una misma causa, en momentos históricos distintos.

En esta segunda parte avanzamos con más argumentos que refuerzan esa tesis, integrando diversas valoraciones sobre la figura de Bernardino Rivadavia, y examinando cómo su legado intelectual y político encuentra puntos de contacto con la obra de Justo José de Urquiza.

Uno de los aspectos más innovadores del pensamiento rivadaviano fue su enfoque sobre la tierra. Su intento de implantar la enfiteusis buscaba intervenir sobre un problema estructural: el atraso y concentración del espacio rural heredado del orden colonial.

José Luis Romero señala en “Breve Historia de la Argentina” que “grandes extensiones de tierras pertenecientes al Estado solían entregarse a particulares influyentes. Rivadavia elaboró un plan para otorgarlas, según el sistema de la enfiteusis, a pequeños colonos que quisieran radicarse en ellas y explotarlas mediante el pago de una reducida tasa de acuerdo con su valor. Así debían incorporarse a la explotación agrícola – en manos de pequeños productores – las zonas de la provincia que se extendían hasta el río Salado, no sin resistencia de los grandes estancieros del sur, acostumbrados a no reconocer límites a sus establecimientos”. Romero enfatiza el contraste con el accionar de Rosas: “En oposición al principio rivadaviano de no enajenar la tierra pública para permitir una progresista política colonizadora, Rosas optó por entregarla en grandes extensiones a sus allegados. Así se formó el más fuerte de los sectores que lo apoyaron, el de los estancieros”. Más adelante, muestra a su vez, sin decirlo explícitamente, coincidencias entre Urquiza y Rivadavia: “El gobernador Urquiza estimuló en Entre Ríos el mejoramiento del ganado, introdujo merinos y alambró campos… Y esa actitud renovadora se manifestó también en otros aspectos como en el de la educación, en el que Urquiza trabajó intensamente difundiendo la enseñanza primaria y fundando colegios de estudios secundarios en Paraná y en Concepción del Uruguay. Este último habría de adquirir muy pronto sólido prestigio en todo el país”. José Luis Romero destacó que Rivadavia introdujo en Argentina “los modos de pensar de la ciudad moderna”, anticipando una racionalidad que el país tardaría décadas en consolidar.

Urquiza, desde un enfoque más pragmático, retomó muchos de los principios rivadavianos al promover la colonización agrícola, esencialmente en Entre Ríos. Sus colonias eran la versión concreta de lo que Rivadavia había vislumbrado: pequeñas y medianas explotaciones, ocupación efectiva, inmigrantes laboriosos, producción para el mercado interno y externo, y un poblamiento dirigido para consolidar la nación.

Ambos compartieron una visión moderna donde la tierra era un instrumento de progreso y ciudadanía; donde la educación se plantea como el pilar civilizatorio más estable y la herramienta transformadora por excelencia.

Rivadavia hereda el pensamiento de los fisiócratas franceses y su preocupación por la renta del suelo lo vincula conceptualmente con la doctrina que más tarde perfeccionará Henry George. La enfiteusis rivadaviana puede ser así interpretada como un sucesor del “impot unique” de los fisiócratas y un antecedente del "single tax" (impuesto único) georgista.

Arturo Capdevila llegó a sostener que “Henry George y Bernardino Rivadavia quieren una sola y misma cosa: la libertad de la tierra y con ella la grandeza efectiva de las democracias, el último día del feudalismo, el reinado de la justicia social, el pleno triunfo de la libre voluntad de cada hombre. Del Norte al Sur se pueden alegrar las banderas fraternas con este signo de concordia y de paz. La enfiteusis rivadaviana – la que Rivadavia ideó – y el principio georgista de la paulatina absorción de la renta, constituyen el mismo reiterado evangelio. Acaso Rivadavia, segundo Colón, no supo cuan dilatado era el mundo que descubría. George en cambio lo supo muy bien. No hay otra diferencia entre los dos.” (“El testimonio de Rivadavia y de Henry George”, Repertorio Americano, Costa Rica, 1927). 

Urquiza, como Rivadavia, entendió la importancia de la educación pública. El Colegio del Uruguay, el primero laico de la Argentina, y las escuelas normales de Paraná y Concepción del Uruguay, producto del entendimiento entre Urquiza y Sarmiento, se complementaron luego con las escuelas de las colonias y las ciudades, constituyendo un laboratorio social donde se formaba una ciudadanía alfabetizada y laboriosa.

Con sentido estratégico, Urquiza se apoyó en la acción concreta en lo político y económico: unión y organización nacional, apertura de los ríos, tratados comerciales, fomento de la inmigración, apoyo a la industria y al comercio. Su federalismo no buscaba cerrar la economía sino integrarla, y su visión del desarrollo era tan pluralista como competitiva.

Ambos coincidieron en que la Argentina debía producir, comerciar y atraer gente, y que para ello eran indispensables instituciones estables y un horizonte de paz.

En tiempos recientes, el economista Eduardo Conesa ha ofrecido un reconocimiento profundo de la modernidad económica de Rivadavia. Sus aportes y los de otros autores ayudan a visualizar que Rivadavia comprendió el daño estructural del latifundio improductivo; intentó crear un sistema fiscal moderno, asociado a la tierra y la producción; defendió la competencia y el libre comercio; concibió un Estado capaz de facilitar —no sustituir— la iniciativa privada; promovió la inmigración como capital humano esencial para el desarrollo.

La Constitución de 1826, aunque frustrada, incorporaba lineamientos que luego reaparecerían en 1853: garantías individuales, organización nacional, división de poderes, Estado laico, centralidad del Congreso.

Urquiza hizo lo que Rivadavia no pudo hacer: convocar, sancionar y someter a funcionamiento una Constitución nacional. El federalismo de 1853 tomó elementos del modelo unitario de 1826, y los adaptó a la realidad del país. En este sentido, Urquiza aparece como el realizador histórico de la arquitectura institucional que Rivadavia había imaginado.

Todo ello permite entender mejor cómo Urquiza —en otro tiempo, con otros instrumentos,— retoma y actualiza muchas de las intuiciones rivadavianas. No fueron lo mismo, pero tampoco estuvieron en las antípodas: protagonizaron momentos sucesivos de la misma revolución civilizadora.

La lectura clásica, que enfrenta a Rivadavia y Urquiza como exponentes de bandos irreconciliables, oscurece una verdad más profunda: ambos trabajaron para organizar la nación, introducir la modernidad y consolidar un orden basado en la Constitución, la libertad, la igualdad, la educación, la inmigración, la producción y la apertura económica.

Rivadavia y Urquiza no deben ser leídos como adversarios sino como aliados a través del tiempo: uno trazó algunos planos; el otro comenzó a construir los cimientos de la organización nacional.

En ellos descansa buena parte de la larga construcción de la Argentina moderna.

 

Publicado en el diario La Calle el 7 de diciembre de 2025.

Leer más...

MARK TWAIN, A 190 AÑOS DE SU NACIMIENTO

Por José Antonio Artusi

Samuel Langhorne Clemens, más conocido por su seudónimo, Mark Twain, nació en Florida, Misuri, el 30 de noviembre de 1835 y murió en Redding, Connecticut, el 21 de abril de 1910. Fue un célebre escritor norteamericano.

Si bien las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn constituyen lo más conocido de su obra literaria, su pensamiento, a menudo corrosivo y profundamente inconformista, merece una atención renovada. En ese examen, un nombre emerge con la fuerza de un ancla ideológica en el tempestuoso mar del capitalismo de la Edad Dorada en Estados Unidos: Henry George.

La vida de Mark Twain abarcó el tránsito de un país todavía eminentemente rural a la potencia industrial y financiera del siglo XX. Fue testigo, y a menudo crítico ácido, de la deslumbrante época que él mismo, junto a Charles Dudley Warner, bautizó como "The Gilded Age" (La Edad Dorada). Esta era, brillante en su superficie de progreso técnico y acumulación de riqueza, ocultaba un núcleo podrido de especulación, corrupción y, sobre todo, una creciente inequidad social.

La sátira de Twain, desde “Un yanqui en la corte del rey Arturo” hasta sus ensayos más tardíos y oscuros, no era un mero pasatiempo; era un bisturí sociológico. Su pluma diseccionó la hipocresía religiosa y la noción de que los monopolios y la especulación con los valores de la tierra justificaban la concentración obscena de la riqueza. Aquí es donde su trayectoria converge con la del economista y periodista Henry George.

Henry George, un autodidacta con una vida marcada por la precariedad hasta la publicación de su obra cumbre, se convirtió en una figura de renombre en 1879 con la aparición de “Progreso y Miseria”. El título mismo ya es una tesis: ¿por qué el progreso material por sí solo, lejos de erradicar la pobreza, parece en ocasiones agudizar las diferencias sociales?

George ofreció una respuesta que, en su sencillez y radicalidad, sigue interpelando a nuestra contemporaneidad: la causa de la miseria persistente reside en la apropiación privada de la renta económica de la tierra. Para Henry George, la Tierra y sus recursos son un don de la Creación, un patrimonio común. El valor que emana del crecimiento demográfico, la inversión pública en obras, servicios y equipamientos, y el desarrollo comunitario –lo que hoy llamamos valor locacional o plusvalía urbana– es una renta no ganada.

El georgismo postula, como solución, el Impuesto Único sobre el Valor de la Tierra. No se trata de colectivizar la tierra en el sentido socialista, sino de socializar su valorización producto del esfuerzo de la comunidad en su conjunto. Se trata de que el Estado recaude el valor total de esa renta no ganada, dejando en paz el fruto del trabajo y el capital productivo. Si se recauda con eficiencia este valor generado socialmente, argumentaba George, se podrían eliminar todos los demás impuestos al trabajo, al comercio y a la inversión productiva. Es, en esencia, la defensa de un mercado libre que, sin embargo, debe tener un anclaje ético y distributivo en el patrimonio común. George complementa su propuesta con una contundente defensa del libre comercio por sobre el proteccionismo.  

La relación de Twain con el ideario de George no fue tangencial, sino de una profunda y reflexiva adhesión. Samuel Clemens y Henry George se conocieron en sus años formativos en California, y la admiración mutua se consolidó cuando George alcanzó la fama mundial. Twain se sintió inmediatamente atraído por la lógica implacable de George y por su profunda convicción moral.

Twain vio en la tesis georgista la explicación y el remedio para la enfermedad de la Edad Dorada. La especulación con los valores de la tierra era para él el cáncer que carcomía el tejido social norteamericano. ¿Qué mérito tiene un hombre que se enriquece simplemente poseyendo un terreno sobre el que otros construyen, trabajan y generan valor? Twain sentía el mismo desprecio por el rentista improductivo que George había articulado en términos económicos.

El punto culminante de esta adhesión se encuentra en 1889, cuando Twain –bajo el seudónimo satírico de "Twark Main"– contribuyó con un ensayo titulado "Archimedes" al periódico georgista The Standard, fundado por George. En este mordaz texto, Twain utiliza la famosa palanca de Arquímedes para ilustrar que, si se le diera una palanca para mover el mundo, el peor de los usos sería entregársela a un especulador para que la usara en su beneficio privado. Es una denuncia clara de cómo el derecho absoluto de apropiación de la valorización del suelo se convierte en una herramienta para explotar el trabajo ajeno.

En una carta a William Dean Howells, Twain llegó a decir que el libro de George era "la más grande, la más simple y la más bella de todas las concepciones económicas." No era un simple aplauso; era una convicción intelectual. El georgismo complementaba el republicanismo radical de Twain y su aversión a las oligarquías, ya fueran de cuna o de dinero. Twain entendió que la apropiación privada de la valorización del suelo era la base de una nueva forma de feudalismo.

A 190 años de su nacimiento, la sátira de Mark Twain sigue teniendo una actualidad notable. Y su afinidad con Henry George nos obliga a mirar el espejo de nuestra propia realidad. ¿Acaso no es la concentración de la renta inmobiliaria y la especulación sobre el suelo urbano uno de los grandes generadores de desigualdad en nuestros países, incluidos el nuestro?

En muchas ciudades, la inversión pública en infraestructura se traduce inmediatamente en un aumento del valor de la tierra que rodea la obra. Ese aumento de valor –esa renta no ganada– no revierte a la comunidad que lo generó, sino que engrosa el patrimonio de los propietarios del suelo. Esto crea un círculo vicioso: la necesidad de financiar el progreso mediante impuestos al trabajo y a la producción, regresivos y distorsivos.

El siglo XX nos alejó del debate sobre el georgismo, desplazado por las grandes narrativas de la economía neoclásica y el socialismo de Estado. Sin embargo, la crisis de la vivienda, la persistencia de la pobreza, la exclusión social y la hiperconcentración de la riqueza nos devuelven al punto de partida de Henry George.

La efeméride puede ser una buena excusa para leer o releer a Mark Twain –no sólo sus ficciones, sino también sus ensayos–, y a través de él, redescubrir la fuerza liberadora del ideario georgista. Twain y George, en el fondo, lucharon por lo mismo: un mundo donde la igualdad de oportunidades no fuera una quimera y donde nadie pudiera vivir del sudor de los demás. El humor irreverente de Mark Twain, aliado con la lógica austera pero potente de Henry George, nos recuerda la necesidad de un sistema fiscal que no castigue la creación de riqueza, sino que recupere para la comunidad aquella riqueza que es, por naturaleza y por derecho, común.

A 190 años de su nacimiento, Mark Twain nos sigue recordando que no puede haber progreso verdadero mientras la miseria persista y mientras el valor creado por la sociedad sea apropiado injustamente por algunos pocos. Una verdad incómoda, y a veces difícil de comprender, pero todavía necesaria.

 

Publicado en el diario La Calle el 30 de noviembre de 2025.

Leer más...