Por José Antonio Artusi
Samuel Langhorne
Clemens, más conocido por su seudónimo, Mark Twain, nació en Florida, Misuri, el
30 de noviembre de 1835 y murió en Redding, Connecticut, el 21 de abril de 1910.
Fue un célebre escritor norteamericano.
Si bien las
aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn constituyen lo más conocido de su obra
literaria, su pensamiento, a menudo corrosivo y profundamente inconformista,
merece una atención renovada. En ese examen, un nombre emerge con la fuerza de
un ancla ideológica en el tempestuoso mar del capitalismo de la Edad Dorada en
Estados Unidos: Henry George.
La vida de Mark
Twain abarcó el tránsito de un país todavía eminentemente rural a la potencia
industrial y financiera del siglo XX. Fue testigo, y a menudo crítico ácido, de
la deslumbrante época que él mismo, junto a Charles Dudley Warner, bautizó como
"The Gilded Age" (La Edad Dorada). Esta era, brillante en su
superficie de progreso técnico y acumulación de riqueza, ocultaba un núcleo
podrido de especulación, corrupción y, sobre todo, una creciente inequidad social.
La sátira de Twain,
desde “Un yanqui en la corte del rey Arturo” hasta sus ensayos más tardíos y
oscuros, no era un mero pasatiempo; era un bisturí sociológico. Su pluma diseccionó
la hipocresía religiosa y la noción de que los monopolios y la especulación con
los valores de la tierra justificaban la concentración obscena de la riqueza.
Aquí es donde su trayectoria converge con la del economista y periodista Henry
George.
Henry George, un
autodidacta con una vida marcada por la precariedad hasta la publicación de su obra
cumbre, se convirtió en una figura de renombre en 1879 con la aparición de “Progreso
y Miseria”. El título mismo ya es una tesis: ¿por qué el progreso material por
sí solo, lejos de erradicar la pobreza, parece en ocasiones agudizar las
diferencias sociales?
George ofreció una
respuesta que, en su sencillez y radicalidad, sigue interpelando a nuestra
contemporaneidad: la causa de la miseria persistente reside en la apropiación
privada de la renta económica de la tierra. Para Henry George, la Tierra y sus
recursos son un don de la Creación, un patrimonio común. El valor que emana del
crecimiento demográfico, la inversión pública en obras, servicios y
equipamientos, y el desarrollo comunitario –lo que hoy llamamos valor
locacional o plusvalía urbana– es una renta no ganada.
El georgismo
postula, como solución, el Impuesto Único sobre el Valor de la Tierra. No se
trata de colectivizar la tierra en el sentido socialista, sino de socializar su
valorización producto del esfuerzo de la comunidad en su conjunto. Se trata de
que el Estado recaude el valor total de esa renta no ganada, dejando en paz el
fruto del trabajo y el capital productivo. Si se recauda con eficiencia este
valor generado socialmente, argumentaba George, se podrían eliminar todos los
demás impuestos al trabajo, al comercio y a la inversión productiva. Es, en
esencia, la defensa de un mercado libre que, sin embargo, debe tener un anclaje
ético y distributivo en el patrimonio común. George complementa su propuesta
con una contundente defensa del libre comercio por sobre el
proteccionismo.
La relación de
Twain con el ideario de George no fue tangencial, sino de una profunda y
reflexiva adhesión. Samuel Clemens y Henry George se conocieron en sus años
formativos en California, y la admiración mutua se consolidó cuando George
alcanzó la fama mundial. Twain se sintió inmediatamente atraído por la lógica
implacable de George y por su profunda convicción moral.
Twain vio en la
tesis georgista la explicación y el remedio para la enfermedad de la Edad
Dorada. La especulación con los valores de la tierra era para él el cáncer que carcomía
el tejido social norteamericano. ¿Qué mérito tiene un hombre que se enriquece
simplemente poseyendo un terreno sobre el que otros construyen, trabajan y
generan valor? Twain sentía el mismo desprecio por el rentista improductivo que
George había articulado en términos económicos.
El punto culminante
de esta adhesión se encuentra en 1889, cuando Twain –bajo el seudónimo satírico
de "Twark Main"– contribuyó con un ensayo titulado
"Archimedes" al periódico georgista The Standard, fundado por George.
En este mordaz texto, Twain utiliza la famosa palanca de Arquímedes para
ilustrar que, si se le diera una palanca para mover el mundo, el peor de los
usos sería entregársela a un especulador para que la usara en su beneficio
privado. Es una denuncia clara de cómo el derecho absoluto de apropiación de la
valorización del suelo se convierte en una herramienta para explotar el trabajo
ajeno.
En una carta a
William Dean Howells, Twain llegó a decir que el libro de George era "la
más grande, la más simple y la más bella de todas las concepciones
económicas." No era un simple aplauso; era una convicción intelectual. El
georgismo complementaba el republicanismo radical de Twain y su aversión a las
oligarquías, ya fueran de cuna o de dinero. Twain entendió que la apropiación privada
de la valorización del suelo era la base de una nueva forma de feudalismo.
A 190 años de su
nacimiento, la sátira de Mark Twain sigue teniendo una actualidad notable. Y su
afinidad con Henry George nos obliga a mirar el espejo de nuestra propia
realidad. ¿Acaso no es la concentración de la renta inmobiliaria y la
especulación sobre el suelo urbano uno de los grandes generadores de
desigualdad en nuestros países, incluidos el nuestro?
En muchas ciudades,
la inversión pública en infraestructura se traduce inmediatamente en un aumento
del valor de la tierra que rodea la obra. Ese aumento de valor –esa renta no
ganada– no revierte a la comunidad que lo generó, sino que engrosa el patrimonio
de los propietarios del suelo. Esto crea un círculo vicioso: la necesidad de
financiar el progreso mediante impuestos al trabajo y a la producción,
regresivos y distorsivos.
El siglo XX nos
alejó del debate sobre el georgismo, desplazado por las grandes narrativas de la
economía neoclásica y el socialismo de Estado. Sin embargo, la crisis de la
vivienda, la persistencia de la pobreza, la exclusión social y la
hiperconcentración de la riqueza nos devuelven al punto de partida de Henry
George.
La efeméride puede
ser una buena excusa para leer o releer a Mark Twain –no sólo sus ficciones,
sino también sus ensayos–, y a través de él, redescubrir la fuerza liberadora
del ideario georgista. Twain y George, en el fondo, lucharon por lo mismo: un
mundo donde la igualdad de oportunidades no fuera una quimera y donde nadie
pudiera vivir del sudor de los demás. El humor irreverente de Mark Twain,
aliado con la lógica austera pero potente de Henry George, nos recuerda la
necesidad de un sistema fiscal que no castigue la creación de riqueza, sino que
recupere para la comunidad aquella riqueza que es, por naturaleza y por
derecho, común.
A 190 años de su
nacimiento, Mark Twain nos sigue recordando que no puede haber progreso
verdadero mientras la miseria persista y mientras el valor creado por la
sociedad sea apropiado injustamente por algunos pocos. Una verdad incómoda, y a
veces difícil de comprender, pero todavía necesaria.
Publicado en el
diario La Calle el 30 de noviembre de 2025.
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