Por Jorge Riani
Las manchas del dulce de membrillo sobre las fotocopias ahí estaban como indeleble evidencia del descuido. De algún modo se ingeniaba para que el membrillo de las facturas fuera a parar a las páginas de los libros, pero esa mañana de sol luminoso dieron de lleno en unas fotocopias.
No era el descuido más evidente ese día: la remera al revés saltaba a la vista general con la etiqueta hacia afuera desafiando el orden establecido. Cuando alguien le advirtió la situación, Enrique no dudó nada; se quitó la prenda en el salón repleto de clientes y se la calzó al derecho.
Por momentos quedó con el torso desnudo ante decenas de personas, y a la falta de rubor propio, las tonalidades encendidas alumbraron el rostro de todos lo que compartíamos mesa con él.
De ese modo desacartonado y decidido era Enrique. Capaz de acomodar las cosas sin reparar en las formas ni en convencionalismos. Si hasta ese momento alguien no se había dado cuenta de que tenía la remera al revés, pronto supo, al menos, que ese señor casi calvo, con una corona de pelo blanco absoluto era capaz, en el céntrico café, de ponerse en situación de bañista sin aviso previo.
Esa mañana estaba eufórico por la nota que EL DIARIO había publicado sobre su esmerado diccionario enciclopédico de la Unión Cívica Radical. Llegó a la hora acordada con la fotocopia de una nota firmada por Fabián Reato a la que luego añadió su marca personal de dulce de membrillo y me las dio. Acordamos que yo las leyera antes de escribir un pequeño artículo para “La Nación” sobre ese desvelo, su desvelo, que fue tomando cuerpo tímidamente hasta convertirse en un soberbio trabajo de investigación referido al más antiguo partido político de la República Argentina.
Enrique Pereira era un estudioso con modales de cómico. Hace hoy un año optó por dejarnos su recuerdo, en una decisión que condensa su condición de hombre profundamente apasionado y decidido.
Con él se fue un baluarte de un modo, casi extinguido, de vivir la política. La política como movilizador social, pero también como motor de superación personal.
No fue esa mañana, la de la remera al revés, la última vez que estuve con Enrique. Algunos días más tarde me convocó a su escritorio atiborrado de libros y fetiches políticos para hablar de algo que lo ocupaba mucho por esas horas: la condición ruinosa de dos periodistas. Estaba muy preocupado porque esos amigos pagaban caro cierto desaire al poder, que había intentando en vano alquilar sus lenguas y comprar sus dedos de dactilógrafos.
Lo de Enrique no era testimonio hueco; encaró una acción concreta que le hizo ganar algunos disgustos y enojos con los que respondía al desinterés general, a la indolencia vigente. Es probable que haya aderezado su carácter personal y sus decisiones solidarias con algunas experiencias inspiradoras.
Alguna vez contó que cuando la sombra de la dictadura le tocó el hombro, se le abrieron las puertas de EL DIARIO como salvaguarda para los días difíciles que le esperaban al país y su gente.
No habían pasado muchas semanas desde el golpe de Estado de 1976. Él regresaba con Luz de su viaje de bodas en Buenos Aires y lo primero que encontró al atravesar el umbral de su casa fue un telegrama de despido. Tachado como “peligroso” por el régimen, debió dejar su puesto en el Estado provincial. Tenía tres meses de casado y un horizonte de incertidumbre por delante, cuando lo llamó para integrarse a esta Redacción el doctor Arturo J. Etchevehere.
Conoció Enrique el fragor del cierre en madrugadas aceleradas. Abrazó la causa de un diario que nació oponiéndose al fascismo que comenzaba a pendular sobre la humanidad en los albores del siglo XX. Y se sintió como en casa en este diario, cuando afuera amenazaba otra nueva tormenta.
Una noche, Don Arturo lo comisionó para que vaya a recibir un premio comercial en nombre de EL DIARIO, en un acto del Club Social donde no faltaría algún paniaguado que vaya luego a contar a los usurpadores del poder que “el peligroso Pereira” estaba representando al diario de la ciudad. Fue un salvoconducto que le valió a Enrique para entonces y hasta el final de la noche larga.
De él, las reseñas biográficas aludirían a los cargos que ocupó en el radicalismo nacional y provincial, al premio “Manuel Hazaña” que le otorgaron en Madrid por su defensa a la causa republicana, a las notas en la revista “Todo es historia”, a su paso por la Embajada Argentina en España y a muchas otras cosas. Todo eso es cierto, pero Enrique era más todavía.
Era un polemista nato. Irónico, sesudo, documentado, dedicó buena parte de su vida a enfrentar a los enemigos de la democracia con su letra aguda y precisa. Es probable que haya sido el paranaense que más hizo enojar a los historiadores fascistas de los últimos lustros y que discutió públicamente con los añoradores del franquismo, por caso.
Su nombre era demonizado en los nidos escondidos de tacuaras que cantan loas a los tiranos.
Con su muerte, la conmoción pegó en varios lugares. Recuerdo haber recibido una cadena de correo con la expresión incrédula y conmovida de la lúcida Pilar Rahola, otro de Jaime Naifleisch, desde Barcelona.
Supimos que Enrique se había ido, y nos llevó un año advertir cuántas cosas se fueron con él: se fue un lector incurable, un estudioso activo, un documentalista comprometido con las causas justas, la memoria de lo que no hay que olvidar. Se fue un amigo.
Fuente: El Diario, Paraná
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